Esta semana nos levantamos con una nueva propuesta del PSOE para legalizar la eutanasia aderezada con los argumentos sentimentales al uso y con el desprecio por la vida humana que les caracteriza. Da igual su argumentación y como disfracen el muñeco, al final todo se reduce a lo mismo: los viejos son caros y han que ahorrar costes.
Por supuesto, esto no lo dirán nunca así, pero la realidad es que cualquiera de nosotros, en la etapa final de nuestra vida y si tenemos una enfermedad larga, consumimos prácticamente el 80% de lo que hemos cotizado a lo largo de nuestra vida laboral. Claro, la tentación es fuerte, si eliminamos el gasto las cuentas cuadran.
Como condimento de la propuesta, pongamos algo de ideología. Las personas mayores, en un tanto por ciento muy importante, son gente conservadora. Su misma experiencia vital les aleja de aventuras «progresistas» y ya han visto mucho en su vida como para creer en cantos de sirena. No son votantes que nos interesen.
Podría contraargumentarse diciendo que estas propuestas se hacen precisamente pensando en el alivio del sufrimiento de la persona enferma. Es falso desde muchos puntos de vista, pero citemos uno solo de ellos: no es verdad que se legisle pensando en el que sufre. Todo lo contrario; se legisla pensando en el que sufre cuidando al que sufre. Cuidar a personas terminales es costoso, deshace muchos planes y nos impide llevar a cabo nuestra organizada y atareada vida. Es una carga que nos rompe ritmos, planes, ocio y trabajos. Una molestia, vamos.
Cuando además falta el espíritu de sacrificio, la correspondencia a los desvelos recibidos, cuando lo que prima son los intereses personales muchas veces económicos, en definitiva, cuando falta el amor, entonces toda la ecuación cuadra y nos salen las cuentas.
No nos dejemos engañar. Aquí no hay una ley para evitar el sufrimiento del enfermo. No se trata de eso y nunca se ha tratado de eso. Aquí hay una ley sin corazón, otra vez, que busca un beneficio económico, otra vez. Suma y sigue.
Como siempre, la solución es la Familia, sí, en mayúsculas, esa institución que ha sido escuela de generosidad y que se prueba en los momentos adversos. Pero como hemos vaciado de contenido el concepto y la institución, y como casi a cualquier modo de convivencia se la puede denominar familia, al final hemos conseguido que ese llenado de formas haya devenido en un vacío de contenido, una cáscara vacía donde los intereses personales priman sobre los de la propia familia.
Si apreciamos la Familia, sí esa que se escribe en mayúsculas y en singular, tenemos la obligación de luchar contra otra ley más que busca desnaturalizar las relaciones familiares y que sembrará de recelos y sospechas la convivencia.
Todos tenemos que morir algún día, ¡pero sin empujar!