Por motivos profesionales, recientemente he tenido ocasión de vivir unas semanas en un país africano, cuyos índices de desarrollo humano son paupérrimos, según la ONU. Lo clasifica en el número 135 de un total de 188 Estados analizados. En este país, la esperanza de vida ronda los 54 años, la inmensa mayoría de la población habita en infraviviendas, a pesar de la dureza extrema de su clima, las desigualdades sociales alcanzan cotas difíciles de comprender y la seguridad jurídica es prácticamente inexistente.
Para sobrevivir cada día, sus ciudadanos hacen cada día esfuerzos ímprobos, trabajan en varios sitios por poquísimo dinero, y jamás piden limosna. Son personas respetuosas y educadas, sencillas y, sin embargo, directas en el trato personal. Vencida una cierta reserva inicial hacia el extranjero, -principalmente hacia el occidental- enseguida te entregan su mejor sonrisa y te abren las puestas de su corazón y de su casa, por humilde que sea.
Y en este país, esta gente nos da una lección impagable de amor a la familia. En un lugar en el que prácticamente no existen los servicios sociales -la sanidad es pésima y el sistema educativo muy pobre, aunque el acceso a la escuela básica es prácticamente general- la importancia de la familia crece exponencialmente. La familia extensa, la ayuda mutua, el cuidado y respeto de los mayores, la hospitalidad y la acogida, son valores que hacen posible la subsistencia de todos, y dotan a las relaciones humanas de una calidad inalcanzable desde otras perspectivas.
Es una sociedad repleta de niños, unos niños que saben que lo son y que juegan con cualquier cosa, o sin cosa alguna, haciendo piruetas o saltando unos sobre otros, pues su mejor juguete es otro niño, su hermano, primo o amigo. Niños que no están híperestimulados, que son capaces de entretenerse sin molestar, y que son corregidos por sus padres si no respetan a sus mayores o si no se comportan como cada ocasión exige. Niños con una sonrisa embriagadora para quien la contempla.
Es un país que, ya en su norma constitucional, es plenamente consciente de que sólo sobre la familia es posible asentar la sociedad. Así, en su preámbulo puede leerse que son “conscientes de que el sentido de la autoridad carismática de la familia tradicional es la base de la organización de la sociedad”. Por eso, considera la protección de la familia, “célula básica de la sociedad”, como su fundamento, al mismo nivel que “el respeto a la persona humana, a su dignidad y libertad, y demás derechos fundamentales”. Por eso, se afirma en esa Constitución, “el Estado protege la familia como célula fundamental de la sociedad, le asegura las condiciones morales, culturales y económicas que favorecen la realización de sus objetivos”.
En los países de nuestro entorno occidental, por el contrario, después de años de políticas que, sino luchan abiertamente contra la familia, cuando menos desprecian su importancia e ignoran el decisivo papel de socialización y protección que está llamada a cumplir, la función protectora, de acogida y solidaridad inter e intrageneracional de la familia ha sido asumida por el Estado, ante el debilitamiento de la institución familiar.
La consecuencia de ello que primero se aprecia, es el ingente coste económico, cada vez más inasumible por presupuestos públicos con poco margen ya para el crecimiento. Y también, lo que es más grave aún, es el coste en términos de pérdida de calidad humana y de calidad en la relaciones humanas, en términos de entrega al otro, de sacrificio por el semejante, si ello puede redundar en una mejora de su vida, en un muy extendido egoísmo personal, que únicamente atiende a la satisfacción inmediata de los propios deseos, en la queja continua ante todo aquello cuyo logro supone un esfuerzo o ante la menor contradicción, en el infantilismo campante en los países desarrollados, cuyos acomodados ciudadanos siempre culpa de sus fracasos o problemas, al grupo, o al Estado, exigiendo cada vez más y más derechos…
Nada de eso se aprecia en este país, pues aquí, la inmensa mayoría, ha de luchar cada día contra dificultades ingentes y problemas que en el occidente rico hace mucho que no existen. Y, pero con una sonrisa, y dando la mano a quién –siempre existe- está en una situación aún peor que la suya propia. Cada día admiro más a estas personas, porque estoy convencido de que el futuro de la humanidad de encuentra en estas sociedades jóvenes en las que todo está por hacer. Nuestra opulenta sociedad occidental está en proceso acelerado de descomposición.
Joaquín Jesús Polo
Máster en Matrimonio y Familia Universidad de Navarra