Esta semana, en la que los corazones han llenado los muros de Facebook y los stories de Instagram, en la que se han vendido muchas cajas-regalo de experiencias románticas y en la que muchos solteros han celebrado con sorna que había Champions League, os pido permiso para subirme al carro del angelote de las flechas, y desde allí transcribiros la carta que un buen amigo mío escribió a su mujer hace algunos años. No diré nombres para evitar sonrojamientos:
“Querida,
Sé que no es nuestro aniversario, pero me niego a esperar hasta entonces para escribirte esto que hoy me tiene ocupada la cabeza. Yo no sé qué nombre poner a esa sensación que me invade cuando despierto por la mañana y te veo a mi lado; o a esa otra que experimento al prepararte el café y dejarte las tostadas como te gustan, imaginándome tu cara algo hinchada de recién levantada entrando en la cocina y sentándote a desayunar.
No sé cómo llamar a esas ganas de saber de ti a media mañana, a ese impulso que me lleva a preguntar qué tal estás y mandarte un beso, a esa tranquilidad cuando contestas que todo bien. No sé cómo se llama la necesidad de contarte lo que ocurre a mi alrededor, el deseo de que pudieras ver mi día a través de mis ojos cuando no estamos juntos, de reírte por lo que me hace gracia y de lamentar lo que me entristece.
Me gustaría poder poner nombre a la paz que tengo al compartir contigo el cansancio del final de cada día, a la alegría de jugar juntos con nuestros hijos, a la competitividad por ver quién prepara la cena, por ver quién va a la farmacia de guardia a por medicinas o leche de fórmula.
No te tomes a mal si a veces pienso que somos demasiado afortunados, si no me pongo triste al imaginarme escenarios de sufrimiento, porque nada me asusta ni puede quitarme ese convencimiento sin nombre de que contigo acepto todo. Lo que venga en nuestra vida será bienvenido y abrazado por los dos, y precisamente eso es lo que te digo sin palabras en cada abrazo que nos damos.
Soy malo poniendo nombres, pero lo cierto es que me da igual. Ayer me preguntó un compañero del trabajo que cuánto dura el amor. Le contesté que lo que cada uno quiera, ni más ni menos. Porque el amor no es una realidad ajena a la persona, sino que es la persona misma. Se lo dije un una conversación de pasillo y no dio mucho más de sí el tema, pero me quedé pensando sobre mis propias palabras y es lo que me llevó a escribirte esto hoy.
Yo decido amarte hoy, y mañana lo decidiré igual. Quiero comprometerme contigo -y sólo contigo- hoy, y cada día de nuevo. Siento mis defectos, por la parte que te toca, porque me comprometo con todo lo que soy y todo lo que soy es para ti. Pero también soy las ganas de mejorar para ofrecerte una mejor persona cada día. Y si a esto es a lo que llaman Amor Verdadero, pues permíteme que me sienta orgulloso de amarte verdaderamente.”