Acabamos de conocer las cifras del Instituto Nacional de Estadística sobre la población española: el invierno demográfico y el envejecimiento de la población se aceleran como nunca. Lo mismo sucede en casi todo el planeta. Dos mil cien millones de personas tendrán más de sesenta años a mediados de este siglo frente a los novecientos millones que hay en la actualidad.
La llamada tercera edad está llamada a ser el grupo de presión político más fuerte, cuyos intereses serán tenidos cada vez más en cuenta por los partidos políticos que gobiernen o aspiren a hacerlo. Mientras por arriba de la pirámide demográfica crece la esperanza de vida, por su base el invierno demográfico reina como una verdadera epidemia en toda Asia y Europa, y empieza a sentir su frío helado en América y Oceanía. Solamente África por ahora se salva de este acelerado y continuo descenso de la fecundidad, que amenaza con frenar el crecimiento económico, quebrar el sistema de bienestar tal como lo conocemos y traer una mayor pobreza a las generaciones futuras. Es un verdadero invierno, no florecen niños y el blanco puebla cada vez más nuestras cabezas. La edad media de la población española es ya hoy de casi cuarenta y cinco años, y en dos mil treinta será la segunda más elevada del mundo, con cincuenta años y medio, solamente por detrás de Japón, y empatada con Italia y Portugal.
Las causas de la caída de la fecundidad son muy variadas, y tienen mucho que ver con la construcción de un modelo social cada vez más individualista, y de una economía de mercado cada vez más consumista y especulativa. En este modelo la dimensión familiar de las personas no encuentra ni espacio ni reconocimiento, por lo que una de las consecuencias más visibles, común a todos los países, es el rápido descenso del número de matrimonios y el retraso cada vez más grande de la edad de acceso a la maternidad (ahora mismo en los treinta y dos años). Tenemos a fecha de hoy la generación de mujeres más infecunda de los últimos ciento treinta años en España, y la realidad es que el número de mujeres en edad fértil cada año será menor. Es la consecuencia de un período interminable, que comenzó hace casi cuarenta años, con una fecundidad de entre uno punto tres y uno punto cuatro hijos por mujer, a pesar de la fuerte inmigración recibida desde los años noventa.
Por otro lado, cada año le toca jubilarse a generaciones más numerosas, que además viven más años (la esperanza de vida está ahora en ochenta y dos años). Esto se traduce en más gasto sanitario, en pensiones y en cuidados y servicios sociales. También supone menor consumo por hogar, clave para el crecimiento económico. Estas nuevas y más numerosas clases pasivas están siendo mantenidas -con sus cotizaciones sociales e impuestos- por una población activa cada vez más reducida, que hoy paga con la confianza de que las generaciones futuras harán lo mismo con ellos mañana. La realidad es que será imposible, por una simple cuestión de matemáticas y de dejar pasar los años, mantener un sistema de bienestar que se basa precisamente en este reemplazo de unas generaciones por otras. Vamos de cabeza hacia un empobrecimiento cada vez mayor de nuestra sociedad.
Europa sigue sin dar con la clave.
A medida que los efectos del invierno demográfico afectan a más personas parece que España comienza a reaccionar, y se crean Comisionados y Comisiones para estudiar el problema. Como es habitual, llegamos tarde y mal. Nuestros vecinos europeos reaccionaron hace años, con más o menos éxito, con el desarrollo de las llamadas políticas familiares, que suelen incluir un Ministerio de la Familia para su coordinación y ejecución. Algunos han puesto el énfasis en facilitar el acceso de la mujer al mercado laboral (modelos nórdicos europeos), otros en facilitar que la madre se quede en casa al cuidado de los niños (modelo centroeuropeo).
Ninguno ha tenido buenos resultados, y los datos de 2017 constatan una mayor caída de los nacimientos en esos países. Quizás el modelo con más éxito lo ofrece Francia, con facilidades para optar por una opción u otra, con una generosa política de ayudas monetarias por hijos por un lado o de infraestructuras y servicios de cuidados para las familias por otro, y que además se mantiene estable desde hace muchos años a pesar de los cambios de signo político. La fecundidad de Francia está siendo desde hace años la más alta del continente, con una tasa de dos hijos por mujer. Recientemente, dos países en la cola de la fecundidad también están consiguiendo invertir la tendencia a la baja: Polonia gracias al programa 500+, por el que las familias reciben unos 120 euros al mes por cada hijo, y Hungría, con ayudas económicas para vivienda a los que tengan (o quieran tener) hijos e importantes desgravaciones fiscales. Ambos países además realizan campañas de comunicación pública para crear una cultura favorable a la familia en todos los ámbitos.
A este negativo panorama en España tenemos que añadir un elemento peculiar en nuestro país, cuya influencia es todavía más desfavorable para que la familia pueda constituirse, desarrollarse y ejercer sus funciones. Este elemento que agrava todavía más nuestro problema demográfico tiene un nombre concreto: se llama ‘tiempo‘. Empezamos sin tiempo la vida estudiantil, y al acabar los jóvenes se encuentran con un mercado laboral cada vez más precario, fruto de la mayor competencia por un puesto de trabajo a causa de la creciente globalización. Por eso alargan cada vez más los estudios con todo tipo de cursos y especializaciones hasta edades cada vez más tardías. Una vez en el mundo laboral, les faltan recursos para independizarse; acceder a una vivienda digna es una misión imposible, y quizá por esta razón tenemos una de las edades más tardías del mundo de emancipación de los jóvenes de casa de los padres, lo que repercute en que no se inicien nuevos hogares.
Horarios irracionales
La irracionalidad de nuestros horarios tiene también una influencia decisiva en esta carencia de tiempo. Nos levantamos muy pronto, dedicamos muchísimas horas al trabajo, que incluyen siempre una larga pausa para comer, y muchas veces para un segundo desayuno antes, puesto que comemos tan tarde que necesitamos también comer algo a mediodía. No sabemos nunca a que hora volveremos a casa, puesto que las reuniones las programan siempre tarde, o todo el mundo no marcha hasta que lo haga el ‘jefe’ para no quedar mal. Tenemos mil problemas para saber qué haremos mientras tanto con los niños desde que salen de la escuela. Y ya por la noche, esperamos descansar un poco y ver aquel programa de televisión, que comienza en ‘prime-time’ a partir de las once de la noche. El resultado, pocas horas de sueño, mucho estrés, mucho cansancio, y cada vez más tensiones en casa y en el trabajo.
Con estos horarios carecemos del tiempo necesario para cuidar nuestras relaciones afectivas, para educar y sacar adelante a nuestros niños, e incluso para formarnos como padres y madres. Aquí radica quizás una de las principales razones de nuestra elevada tasa de fracaso escolar, de violencia o adicciones juvenil, o del aumento de rupturas de la convivencia, más elevadas que en los países europeos de nuestro entorno. No tenemos tiempo; tiempo para dedicar a nuestra pareja, tiempo para convivir en familia, tiempo para conocer bien nuestros hijos y darle a cada uno el tiempo que necesita, tiempo para relacionarnos con la escuela y trabajar conjuntamente con ellos; tiempo para salir y divertirnos todos juntos; tiempo para charlar toda la familia en torno a la mesa cenando, y tiempo para descansar.
Todos los expertos nos dicen que es prioritario desarrollar lo que se denominan ‘entornos amigables’ para la familia en todos los ámbitos. Esto significa, por un lado, desarrollar políticas que permitan tener los hijos deseados, compensando sus gastos con prestaciones económicas, desgravaciones fiscales y una buena oferta de servicios; y por otro fomentar una cultura social que valore la aportación positiva de los hijos, y la inversión en capital humano como la mejor que puede hacer un país para asegurar su futuro. En el caso de España esto no tiene además ningún sentido si no lo unimos a otro paso necesario: cambiar radicalmente nuestros hábitos horarios, reformándolos en todos los ámbitos (laboral, escolar, comercial), y haciéndolos también ‘amigables’ para las familias.
La revolución familiar
Es urgente crear entornos que faciliten la vida familiar. Si en la primera mitad del siglo XX vimos la lucha para que la mujer, lo femenino, ocupara su sitio en sociedad, puesto que era una dimensión ignorada socialmente; si en la segunda mitad del siglo pasado vimos como el respeto al medio ambiente, la ecología, era otra dimensión que se incorporaba a nuestro modelo social, pues el ignorarlo amenazaba seriamente nuestro futuro y hoy nadie discute su sitio en nuestra sociedad, el nuevo siglo XXI, el nuestro, debe recuperar la dimensión familiar e incorporarla a todos los ámbitos sociales. Si tuvimos la revolución del feminismo, y la revolución ecológica, ahora nos toca la revolución de la familia.
Somos las propias familias, a través del movimiento asociativo, quienes debemos contagiar a Europa el cambio que necesitamos, que debe ser ‘revolucionario’, radical. Si desde todos los ámbitos (civil, social, económico y político) conseguimos el cambio que necesitamos en esta situación crucial, estaremos en condiciones de afrontar en condiciones favorables el reto del cambio demográfico, y la familia obtendrá el espacio en la sociedad que se merece. Nos jugamos mucho.
Raúl Sánchez Flores
Director de Relaciones Internacionales de la Federación Española de Familias Numerosas
Secretario General de la “European Large Families Confederation (ELFAC)”