La fecundidad ha sido siempre incluida como algo bueno en los códigos morales de todos los pueblos y sociedades humanas. Para que una sociedad persista, es necesario que casi todo el mundo tenga varios niños. De otro modo, desaparecen. Por supuesto, no pasa nada si una pequeña minoría no tiene descendencia, algo que siempre ha ocurrido, a condición de que entre todos los demás tengan la suficiente para el reemplazo entre las generaciones, la continuidad social.
A una sociedad en la que, por falta de nacimientos, cada año hay menos jóvenes, los ancianos son un porcentaje creciente de la gente, y se tiende a perder población, le espera un futuro gris en lo económico, lo afectivo y lo político. Y si persiste indefinidamente su baja natalidad, tiende a la extinción. No es una profecía alarmista sin fundamento. Alarmante sí es, pero también es matemática elemental, al alcance de un niño de diez años. Si cada nueva generación de españoles es de un 35 % a un 40 % menos numerosa que la anterior, como conlleva nuestra natalidad del último tercio de siglo, no hay otra. Y mientras caminamos hacia la desaparición como pueblo, estaremos más y más envejecidos. No es un fenómeno únicamente español, sino europeo, occidental y de medio mundo. Pero en España es especialmente intenso, y es aquí donde nos afecta directamente.
Lo que agrava nuestro problema demográfico año a año, impide que se solucione y evidencia un profundo mal moral, es la indiferencia de la sociedad española ante su renuncia colectiva a reproducirse lo suficiente para asegurar su continuidad histórica a la larga, y ello pese a los evidentes riesgos que, para su bienestar, esto conlleva a mucho menos plazo. La inmensa mayoría de los españoles, de todos los colores políticos y clases sociales, ha mostrado durante décadas una pasmosa indiferencia ante este fenómeno al que llamamos suicidio demográfico o invierno demográfico, cuya esencia es la renuncia masiva a cumplir con el deber moral colectivo de una sociedad de generar su continuidad futura.
Desde que el CIS pregunta a los españoles su opinión sobre cuáles son los principales problemas de España, y lo lleva haciendo décadas, nunca ha figurado entre las respuestas de un número mínimamente significativo de compatriotas algo como que nazcan tan pocos niños, o similar. Nunca. Hasta donde conoce el autor de este artículo, ni en los discursos del estado de la nación de todos nuestros presidentes del Gobierno, ni en las alocuciones públicas de relevancia de Juan Carlos I o Felipe VI –discursos de Navidad incluidos–, ha figurado nunca, al hablar de los problemas nacionales, la mención a que la natalidad del pueblo español sea tan baja. Nunca. Tampoco nuestra intelectualidad y medios de comunicación se han volcado precisamente en los últimos 35 años en advertirnos de que tenemos una grave falta de nacimientos, pese a ser el país con menor tasa de fecundidad media de todo el mundo en el último cuarto de siglo. Ni nuestros autodenominados agentes sociales, las organizaciones empresariales y sindicales. Y claro, si ni la gran mayoría de los de abajo, los de arriba, los del medio, los cultos, los incultos, los de izquierda, los de derecha, los de centro, o incluso los de “me quiero ir de España”, entienden o admiten que esto es un problema potencialmente mayúsculo, y un síntoma de que nuestro actual modelo de sociedad contiene elementos profundamente inadecuados para la sostenibilidad social, el problema perdura y se agranda.
Si quisiéramos, podríamos
Afortunadamente, en España se está empezando a tomar conciencia de que este asunto es grave. Algunos ejecutivos autonómicos, y más recientemente el Gobierno nacional y el Senado, parece que comienzan a preocuparse por el tema. También un número creciente de medios de comunicación y organizaciones de la sociedad civil. Todavía en dosis muy insuficientes para la magnitud del déficit de niños, y del déficit moral que implica no darle apenas importancia a nuestro suicidio demográfico. Pero algo es algo.
Sin entrar en más detalles, y ciñéndonos a lo realmente importante, la clave esencial del problema y de sus soluciones es moral: desde hace casi 40 años, tener varios niños por individuo no es un valor abrumadoramente mayoritario en España. Y lo que es peor: no damos apenas importancia a que no se tengan. Si eso cambiara, si comprendiéramos –élites sociales y pueblo llano, mujeres y varones, todos– que esto no puede seguir así, por añadidura identificaríamos y pondríamos en marcha soluciones eficaces, razonables y viables. Si quisiéramos, podríamos. Los seres humanos llevamos teniendo niños desde siempre. Y todavía la mitad de nuestros compatriotas tienen dos o más. Claro que podríamos.
Alejandro Macarrón
Director de la Fundación Renacimiento Demográfico y autor del libro ‘Suicidio demográfico en Occidente y medio mundo’