Poco a poco se va abriendo camino en la conciencia social colectiva lo que supone el problema demográfico que estamos viviendo. Hace muy pocos años nadie hablaba de ello y la sociedad pensaba, si esto es posible, que el futuro estaba asegurado o, por lo menos, que no revestía dramatismo alguno.
Pero hoy nos damos cuenta, cada vez más, que el futuro ya ni siquiera es incierto, esto es, que es completamente cierto que no hay futuro con las tasas de natalidad de hoy. Merece la pena que reflexionemos seriamente sobre esto. Ya no se trata “simplemente” de un problema de pensiones, como algunos nos quieren hacer ver con la mentalidad economicista que nos invade. Es mucho más que eso. Es un problema de viabilidad como sociedad, tal como ahora la conocemos.
Si hoy no hay niños, si mañana no hay jóvenes, no habrá fuerza de trabajo, no habrá investigación, muchos centros docentes de todos los niveles tendrán que cerrar. La propiedad, tal y como ahora la entendemos, no valdrá para nada, pues nadie estará interesado en vender o comprar algo que ha perdido su valor por exceso de oferta.
Pero más allá de lo anterior, tendremos una sociedad profundamente triste y deprimida.
Los que convivimos con niños a diario sabemos que son una fuente de alegría en las familias y en la sociedad. Si esa fuente se seca, si la secamos, ¿dónde iremos a buscar la alegría? Algunos, a título individual, podrán encontrarla todavía en unas profundas creencias trascendentes, pero serán los menos dado que el deterioro de la natalidad no es más que un síntoma del verdadero mal que nos aqueja: el nihilismo, con sus variantes de egoísmo, indiferentismo y relativismo y su fondo, al final, de inmanentismo.
Reflexionemos pues sobre esto. Necesitamos niños, aunque sólo sea para que no se nos olvide sonreír todas las mañanas cuando nos levantemos.
No olvidemos que si hay algo profundamente humano es la sonrisa.
Y más la sonrisa de un niño.