¿Qué buscamos en la pareja?
Ignacio García-Juliá
Director General
Foro Español de la Familia
A menudo, cuando hacemos esta pregunta a parejas jóvenes que han decidido compartir su vida, la respuesta que proporcionan es diferente de otras parejas que llevan un tiempo unidas. Y a su vez, la respuesta varía cuando son ya muchos años de convivencia. Esto podría hacernos pensar que los deseos de la pareja van variando con el tiempo y hay que ser muy perspicaces o mirar detenidamente “dentro” de cada pareja para darnos cuenta de que existe un denominador común en cuanto a lo que se busca en el “otro” a lo largo de los años.
Ante una aventura como es el matrimonio, la principal referencia que se utiliza para decidir casarse o no, cuándo se casan, y cómo se casan, es el ejemplo recibido en la propia familia: el haber observado durante muchos años cuánto y cómo se querían sus padres entre sí. A los hijos les sirve mucho el ejemplo de fidelidad de sus padres a pesar de las dificultades; les impacta el amor de entrega día a día, un amor hecho de renuncias y sacrificios gustosos.
Analicemos primero a una pareja joven que decide casarse. Todavía no tienen formada una idea de qué les deparará el matrimonio pero sí “sienten” que “quieren ser queridos”, sentirse “amados, atendidos”, “compartirlo todo”, “realizar proyectos juntos”, en definitiva, llenar un vacío que perciben en su interior y que estiman que la persona amada es la que conseguirá llenarlo. Es un amor idealizado y lleno de ilusión.
Después de unos años de convivencia, tras haber superado las primeras etapas del matrimonio, con sus alegrías y sus sinsabores, la respuesta a la pregunta se hace más reflexiva y más realista: “nos sentimos bien juntos”, “compartimos proyectos”, “ayuda mutua para sacar adelante a los hijos”. Ante la pregunta concreta de si su amor ha cambiado, la diferencia fundamental es que existe una pequeña pausa antes de contestar a la pregunta. De alguna manera “sienten” que ha cambiado y la reflexión llega para determinar el sentido de ese cambio. Existe ya un amor maduro que cada vez les llena más plenamente. Y ese amor maduro se plasma en el convencimiento de que cada día hay que luchar por él, que no está todo conseguido, que la vida desgasta, pero que merece la pena luchar. Esta es la gran diferencia con la etapa anterior, en la que el enamoramiento propio de los primeros años hace creer erróneamente a la pareja que ese amor es para siempre sin necesidad de atenderlo ni mimarlo.
Y a lo largo de los años este amor, si es cuidado, va creciendo y se va descubriendo que el amor merece la pena por sí mismo, sin buscar otra justificación que les haga permanecer juntos. Ya se han aceptado el uno al otro como son, no como quieren que sea, sino con sus defectos y sus virtudes. La carga familiar o laboral ya no es tan grande. Se tienen el uno al otro y “sienten” que merece la pena. No se trata de una resignación, al contrario, es un sentimiento gozoso de que necesitamos a la otra persona en todos los momentos de la vida.
Este camino de maduración y entrega tan sucintamente expresado en estas líneas, no podría ser recorrido con éxito sin la ayuda de todos los que rodean a la pareja. Y esto supone, en primer lugar, la ayuda de la propia familia, y en un segundo lugar, de la propia sociedad que les acoge.
Ese amor maduro, esa entrega, es el denominador común que busca en la pareja, que primero se siente y luego se vive. Ya no se trata de ser yo feliz, si no de hacer feliz al otro.