A nuestro alrededor se perciben con cierta frecuencia peligrosos brotes de intolerancia hacia las personas con convicciones firmes en cuestiones básicas referentes al patrimonio moral de la humanidad. Hay en nuestra sociedad personas y grupos que no admiten que se pueda decir que determinadas cosas son buenas siempre o malas siempre, ciertas o falsas sin matices circunstanciales: estos son los intolerantes, los que rechazan la posibilidad de certeza subjetiva sobre la verdad de las cosas.
Por eso a los que decimos que el aborto supone siempre la muerte de un ser humano inocente, a los que afirmamos que existe una naturaleza humana, a los que defendemos que el matrimonio es una unión entre hombre y mujer, a los que no estamos dispuestos a ceder en nuestra responsabilidad de educar a nuestros hijos conforme a nuestras convicciones morales,…, hay gente que no nos puede entender, o incluso, que nos considera indignos de ser tolerados en una sociedad pluralista. Quienes así piensan son los auténticos intolerantes, personas incapaces de respetar al discrepante, imbuidos de fobia a la verdadera libertad e impregnados de miedo a la verdad de las cosas.
Quienes estamos convencidos de que la defensa del hombre exige tanto el compromiso activo con la verdad sobre el mismo como el compromiso con su libertad, nos debe preocupar mucho esta nueva intolerancia agresiva que crece a nuestro alrededor.
La mejor manera de hacer frente a este preocupante fenómeno de intolerancia es no renunciar nunca a proponer la verdad de la que estamos convencidos y amar profundamente nuestra libertad para proclamar las propias convicciones y la de otros para no compartirlas.