En la reforma de la ley del Registro Civil, que acaba de aprobar el Congreso, se han puesto de manifiesto dos rasgos que impregnan toda la política legislativa del período de Zapatero: el individualismo y la ruptura con el pasado. No es un asunto baladí. Más allá de la polémica sobre el orden de los apellidos y de las pintorescas propuestas que se formularon, merece la pena hacer una reflexión sobre lo que subyace en la nueva ley impulsada por el Gobierno.
La reforma de la ley del Registro Civil obedecía, en principio, a dos motivos «neutros» ideológicamente. El primero era la necesidad de incorporar al sistema de nuestro Registro Civil las nuevas tecnologías de la información, es decir, convertirlo en un registro informatizado. Nada que objetar a tal propósito, desde luego. El segundo, más discutible, era «desjudicializar» el Registro, hasta ahora en manos de la Administración de Justicia, con el fin de descargar la labor de los jueces, al considerar que éstos deben centrarse en su función jurisdiccional.
Pero el Gobierno ha ido mucho más allá de estas finalidades. Y, como de rondón, ha dado un giro copernicano a la concepción tradicional de nuestro Registro Civil. Como es conocido, en esa concepción todos los actos registrales giraban en torno al concepto de familia. Los actos registrales tenían, obviamente, como sujeto a la persona, pero todos ellos (el nacimiento, la filiación, el matrimonio, hasta la defunción) se consideraban insertos en una realidad, que los daba sentido, que era la familia. Por eso el documento más importante del sistema registral que acaba de fenecer era precisamente el Libro de Familia. El sistema descansaba en una clara concepción social en la que, en la vida civil, la familia ocupaba un lugar central. Cada persona nacía (utilizo el pasado, porque legalmente esto ha dejado de ser así) en el seno de una familia y, por reconocer tal realidad, el nacimiento se inscribía en el Libro de Familia, que se convertía en algo así como la historia civil de cada unidad familiar. Era evidente la perspectiva familiar de nuestra legislación civil.
Toda esta concepción queda eliminada de un plumazo en la nueva ley del Registro Civil. Naturalmente el Libro de Familia muere, así, sin pena ni gloria como una antigualla. Y el nuevo sistema registral descansa en otro eje: el que se va a denominar Código Personal, ¡que en el proyecto del Gobierno se llamaba Código Personal de Ciudadanía! En este Código se irán inscribiendo todos los actos relevantes de la vida civil de cada persona. La perspectiva es estrictamente individual. La palabra familia desaparece por completo en la nueva ley. Ahora ya para la ley lo único que importa es el «individuo-nómada», porque la realidad en que se desenvuelve su vida, y a la postre configura su personalidad, carece ya de significado. La ley aprobada es cabal expresión de la concepción exacerbadamente individualista que caracteriza a los nuevos tiempos. Y, por lo tanto, querámoslo o no, es marcadamente ideológica.
El punto que mayor polémica ha suscitado es el del orden de los apellidos. Aquí lo que se ha pretendido es aplicar a rajatabla el sacrosanto principio de igualdad. Pero hay veces que ese principio es imposible de aplicar por la propia naturaleza de las cosas. Si la puerta es muy estrecha y sólo puede pasar por ella una persona, y quieren entrar dos, necesariamente una de las dos tendrá que entrar la primera. No cabe la igualdad. La solución salomónica de que entrasen dos mitades de cada una a la vez no parecería razonable porque conllevaría la muerte de las dos personas partidas por la mitad. En este tipo de casos las sociedades se nutren de soluciones, con elementos en parte razonables y en parte arbitrarios, a los que llamamos convenciones. La historia de los pueblos está llena de convenciones. Son indispensables para que las sociedades funcionen.
Cuando surge, por las circunstancias que sean, la conveniencia de modificar una solución de carácter convencional caben dos vías: la reforma o la ruptura. La vía de la reforma pretende buscar una nueva solución, introduciendo algún tipo de innovación pero teniendo en cuenta la convención preexistente. La vía de la ruptura es la que se propone arrojar por la borda toda convención.
En el caso que nos ocupa hubo una modificación en 1999 de la ley del Registro Civil que adoptó la vía de la reforma. Era evidente que el sistema tradicional (la prevalencia siempre del apellido del padre) chocaba ya con un principio sumamente arraigado en nuestra época: la plena igualdad entre los cónyuges. Y, para dar satisfacción a este principio, se estableció que el orden de los apellidos lo acordasen el padre y la madre, pero, en el caso de que no ejercieran tal opción, se seguiría aplicando la regla convencional. Ha venido funcionando diez años este sistema pacíficamente y con plena normalidad social.
Ahora el legislador ha decidido prescindir por completo de la convención o tradición. Y como el problema -como hemos visto- no tiene solución, tras haberse propuesto las más variopintas y extravagantes fórmulas, ha prevalecido una solución perfectamente arbitraria: que lo decida el funcionario del Registro Civil, en caso de no haber acuerdo entre los padres. Es curioso, pero las soluciones de carácter rupturista acaban dejando el problema en manos de un agente del Estado. Prescindir de las convenciones, que se han ido forjando en la historia social de los pueblos, conduce inexorablemente a someterse más al Estado.
No me gusta la fórmula aprobada por el Congreso. Es arbitraria y susceptible de generar conflictos allí donde no los había. Confieso que, ante la disyuntiva entre reforma o ruptura, cada día me parece más sabio defender la vía de la reforma. ¿No es lo que le correspondería hacer a un partido liberal-conservador?
Eugenio Nassarre