A usted no le es ajena aquella famosa expresión de “gana la banca”, para referir que independientemente de lo que suceda en el mercado, la banca, siempre conseguirá beneficios. Lo que sin duda le resultará menos usual, es la expresión que hoy quiero proponerle: “gana la farma”. Permítame explicarme.
Cuando desde una tierna edad, pongamos 16 años, un adolescente que desea mantener relaciones sexuales comienza a utilizar el preservativo, gana la farma. Si tienen un incidente y la chica acude a solicitar la “píldora del día después”, gana la farma. Si dispuesta a evitar esos sustos esa joven decide tomar la píldora anticonceptiva, gana la farma. Si tristemente esta niña, a pesar de todos sus desvelos, enfrenta un embarazo inesperado y le proponen un aborto, gana la farma, (y otras industrias, claro está). No le digo si nuestros protagonistas, él o ella, adquieren en sus aventuras una infección de transmisión sexual. ¡Sorpresa!, gana la farma.
La joven va creciendo y quizás, cuando cumpla 35 años, se plantee la posibilidad de ser madre y enfrente con incredulidad la dificultad para quedarse embarazada. La propia edad, los años consumiendo medicación (aquella primera píldora diaria) o padeciendo leves infecciones de transmisión sexual han reducido su fertilidad, pero no hay problema le dirán, puede recurrir a las técnicas de reproducción asistida. Claro está, gana la farma.
Si me paro a reflexionar descubro dentro de mí sentimientos encontrados. Ternura por los protagonistas de la historia, tristeza por la omisión de posibilidades educativas bien enfocadas que quizá no se hayan realizado, rabia por una mentalidad dominante que vende como progreso lo que en definitiva es beneficio económico. En toda esta historia, ¿quién pierde? ¿Qué se pierde? Esta es quizá la pregunta fundamental: ¿quién soy yo? Mi cuerpo ¿es algo o es alguien?
Creo que nuestros niños, adolescentes y jóvenes precisan tener ante sus ojos una vivencia del amor y la sexualidad donde quien gane sea el ser humano. Estamos bien hechos, y no necesitamos más que la entrega y la fidelidad para que el amor y la sexualidad brillen regalando en verdad la felicidad que prometen. ¿Y qué haremos los padres que tenemos la suerte de vivir naturalmente este don? Es claro, transmitirlo a nuestros hijos sin ningún tipo de complejo y enseñarles a amar amando. Los padres somos los principales y fundamentales educadores de los hijos y tenemos la grave -y maravillosa- responsabilidad de acompañarlos a descubrir que su cuerpo es un tesoro y que están llamados a un amor -y a una sexualidad- grande, exigente y fecundo. A la altura de la grandeza de su valor y sus deseos.
Habrá que ponerse manos a la obra generando con ellos espacios de encuentro y diálogo natural, sencillo y claro y esto nos exige formarnos bien para responder a la altura del desafío cultural que enfrentamos. Nuestros hijos merecen que les propongamos una vivencia del amor y la sexualidad acorde al amor que les tenemos, a la dignidad con la que han sido creados, y a la felicidad que anhelan.
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Nieves González Rico
Dtra. Académica Instituto Desarrollo y Persona