Está a punto de cumplirse el décimo aniversario de la aprobación de las leyes conocidas popularmente como del ‘matrimonio homosexual’ y del ‘divorcio express’. Pasados estos 10 años, ya se puede hacer un claro balance de los resultados de estas dos leyes que rompieron totalmente con la visión del matrimonio propia de nuestra civilización. El resultado es una alarmante caída de la nupcialidad y un paralelo incremento de las rupturas matrimoniales. Se puede decir que estas leyes han puesto en marcha (o agravado seriamente, si se quiere), un proceso de destrucción del matrimonio y de desestructuración de la familia en nuestro país.
Si nos olvidamos de los prejuicios ideológicos, habría que hacer un balance realista de las consecuencias de la vigencia de estas dos leyes y proponer su reforma, para recuperar las características históricas del matrimonio que han hecho de éste y de la familia fundada en él una institución profundamente valiosa para crear una sociedad humana y justa. No debería haberse hecho un experimento tan irresponsable con algo tan serio como el matrimonio y la familia; pero, ya que se ha hecho y se puede comprobar el daño producido, cuanto antes rectifiquemos mejor para todos.
La caída del número de matrimonios y el aumento de las rupturas, junto con la caída de la natalidad asociada, son ya uno de los problemas más graves de nuestra sociedad que pone en riesgo tanto la felicidad de muchas personas como la estructuración de la solidaridad constitutiva de una sociedad humana. El matrimonio y la familia son algo demasiado importante como para que los legisladores y el Gobierno mantengan leyes injustas y acreditadamente dañinas mientras miran para otra parte.
Urge derogar las dos leyes aprobadas en el 2005 y legalizar de nuevo el verdadero matrimonio, el que funciona, el que ha sido históricamente eficaz.