El nexo principal entre los padres y la escuela es el maestro. El maestro es la primera persona a la que entregamos nuestro hijo para que nos ayude en la difícil responsabilidad de educarlo. Él, como buen conocedor del ser humano, es consciente que sólo podrá reforzar los buenos hábitos que en casa se han inculcado con la palabra y, sobre todo, con las obras.
Sólo el buen maestro deja huella, marca impronta y estimula a vivir. El buen maestro no enseña, transmite; el maestro no forma, ilusiona y motiva; el maestro no evalúa, ayuda a mejorar en cada momento para sacar lo mejor que tenemos cada uno y para facilitarnos el camino para alcanzar nuevas metas.
Cuando en 1990 salió a la luz la segunda ley de educación del PSOE (ahora ya vamos por la cuarta) una de las primeras cuestiones que abordó fue reestructuración del 3º ciclo de la EGB, impartido hasta entonces por profesores especialistas en este ciclo educativo. Los adolescentes de 11 a 15 años pasaron a formar parte del alumnado etéreo e indefinido de los institutos de secundaria. Craso error. Licenciados sin formación específica para educar, sin dominio de la didáctica propia para la enseñanza de su asignatura, sin conocimientos de psicología evolutiva, ni de legislación educativa, ni de pedagogía… “instruyeron” durante más de una década, como mejor pudieron, a miles de adolescentes que, en la actualidad y en su mayoría, engrosan las listas del paro.
Por si esto fuera poco, las distintas leyes y la abundante normativa, rigurosa y minimalista, han conseguido marginar y desmotivar al maestro. Las leyes socialistas han creado un nuevo perfil de maestro: “el administrativo”. Algunos docentes, con la ayuda inestimable de las editoriales y de la fotocopiadora del centro educativo, han dejado de crear y de creer en sus clases. Se han convertido en una serie de oficinistas al dictado de los libros de texto. Por un lado, contribuyen a enriquecer el negocio especulativo de las editoras y, por otro, se convierten en cuidadores de escolares durante el tiempo que sus padres trabajan. Luego, la labor de explicar los contenidos, motivar y enseñar a estudiar se realiza en casa de manera individual padres/hijos hasta altas horas de la noche. La obsesión de todo “maestro-administrativo” es que sus alumnos realicen todos los ejercicios del libro de texto que sus padres han comprado.
El “maestro-administrativo” ha dejado de utilizar el cuaderno de trabajo, la pizarra para que los alumnos salgan a resolver los problemas, la corrección de los ejercicios de forma colectiva ayudándose unos compañeros a otros, la lectura en voz alta de forma concatenada, el dictado y la redacción.
Desde los inicios del siglo XX hasta finales de 1970, España vivió el éxito educativo de la enseñanza básica. Esto se debió, principalmente, a la tarea esforzada y creativa de muchos maestros implicados, sin más recursos que el pizarrín y el cuaderno de rotación. El buen maestro, cuando los recursos económicos faltan, saca a la luz su mejor herramienta: la creatividad y la imaginación.
A finales del siglo XIX, Martí Alpera importó desde Francia una metodología de trabajo que estuvo vigente en España hasta la ley General de Educación de 1970 de Villar Palasí. El llamado CUADERNO DE ROTACIÓN. Este es un cuaderno colectivo de aula, en el que se refleja lo más destacado de lo que se enseña y se vive en el aula. Cada día, un alumno diferente escribe la actividad o tarea que más le ha gustado. Así, el cuaderno pasa por todos los escolares y recoge lo que realmente sucede en el aula. Este cuaderno servía a la inspección educativa para realizar su trabajo de control de las escuelas españolas. Ojalá que en nuestras aulas de educación infantil y primaria se vuelvan a llenar de cuadernos y se relegue la fotocopia para otros menesteres menos creativos. El cuaderno es una forma de trabajar abierta que no tiene ni inicio ni fin y se adapta fácilmente a la capacidad creadora del niño y a su madurez intelectual. Todo esto se ha olvidado en la LODE de 1985, la LOGSE de 1900, la LOPEG de 1995 y la LOE de 2006. Todas ellas socialistas…
Aparte del descrédito ya acumulado, las leyes y normativas han incrementado las tareas y funciones del maestro. Además de la jornada lectiva, el docente ha de cumplimentar formularios de todo tipo y confeccionar las “programaciones de aula” que, en la mayoría de las veces, es un tiempo perdido a tecnicismos que impiden el desempeño de lo esencial: el proceso de aprendizaje de cada alumno en particular. Estas “programaciones” se copian de las editoriales y, en muchos casos, quedan olvidadas en un cajón o, en otros momentos, fuerzan al profesor a seguir unos ritmos que no se adecúan a los tiempos de la clase…
Por ello, urge una reforma educativa con un cambio de orientación y de perspectiva. Hasta ahora, las leyes educativas socialistas se han venido imponiendo de arriba abajo, con un objetivo muy claro: la intervención por parte de la administración en el proceso enseñanza-aprendizaje, la politización de la educación. Ya es hora que de nuevo se vuelva a confiar en los protagonistas de la educación, maestros, padres y alumnos, y se permita que sean ellos los que devuelvan la esperanza a una sociedad que la tiene perdida. La nueva aspiración educativa del profesorado pasa por convertirse en los constructores del currículo, los diseñadores de la escuela y los creadores de la bella obra de arte que es la educación.
A decir verdad, es fácil reconocer en todos los colegios y escuelas a los verdaderos maestros y, a vuela pluma, los diferenciamos de los docentes y de los profesores. Creo en la educación y nuestros hijos pueden estar seguros que en su trayectoria educativa podrán contar siempre con buenos maestros que sacarán de ellos lo mejor, para que sean, por encima de todo, personas comprometidas y ciudadanos responsables.
En mi memoria siempre tendré presente a esos maestros que dejaron huella en mí: Manoli, D. Alberto, D. Victoriano… y también en el Instituto Fray Luis de León, D. José, con su inolvidable sentencia: “Muchacho, coge la tiza y sal a la pizarra”. Era mi profe de matemáticas, en casa nunca las estudié, la clase me bastaba.
José Javier Rodríguez