La premisa de Espacio interior es aparentemente sencilla: Lázaro (Kuno Becker) es un prestigioso arquitecto de Ciudad de México al que un día una banda de criminales secuestran y encierran en un zulo que mide poco más de cuatro metros cuadrados. Basada en una historia real, la película narra los ocho meses que Lázaro pasa recluido en la habitación y separado de su mujer y sus cuatro hijos.
No obstante, la trama es un mero vehículo para que se pueda desarrollar el auténtico meollo de la cuestión, el viaje interior del protagonista. A pesar de estar recluido en la celda, Lázaro descubre con el tiempo que puede sobreponerse a las condiciones terriblemente adversas en las que se encuentra. A partir de pequeños gestos, el protagonista se da cuenta de que pese a todo puede luchar por “estar perfecto”, como él mismo dice en algún momento. Es entonces cuando su perspectiva cambia por completo.
Podría parecer que la película está alabando en este punto al “yo” de Lázaro, al hombre que por sí mismo es capaz de hacer frente a una situación insostenible. Puede uno recordar aquí los versos del poema “Invictus”, aquellos de “soy el dueño de mi destino, soy el capitán de mi alma”. Pero no, el director, Kai Parlange, dispara en otra dirección. Si algo queda claro en el film es que lo que permite a Lázaro sobreponerse a las vejaciones del secuestro es apoyarse en algo externo a él mismo, en el amor de María, su mujer; en el de sus hijos, y en una Biblia que consigue que le dejen los secuestradores.
En definitiva, aunque la historia que cuenta esta película podría haberse convertido en una cinta oscura y torturada, acaba resultando todo lo contrario: un canto a la esperanza, a cómo el hombre necesita del amor de otros para poder seguir adelante.