El carnaval es una fiesta popular que se celebra la semana inmediatamente anterior al Miércoles de Ceniza que inaugura la cuaresma cristiana, que se caracteriza en su vertiente interna por la “desinhibición” y el abandono de las virtudes durante unos días; y por los disfraces, banquetes, desfiles y bailes en su vertiente externa.
Así entendido, podemos afirmar que se trataba de un periodo de “permisividad” en el marco de una sociedad responsable. Hoy no es así. En nuestra época, de forma generalizada, es carnaval todo el año.
La virtud ya no se disfraza de defecto para hacer reír, sino que es el defecto quien se disfraza de virtud para burlarse de ésta última. La imposición ideológica se enmascara tras lo que denominan ahora “nuevos valores”, el totalitarismo que excluye al disidente se viste de “progresismo”, acabar con la vida humana de niños por nacer se presenta como un derecho, eliminar al enfermo que sufre -no al sufrimiento del enfermo- se cree compasión, la lucha combativa entre sexos es titulada como igualdad, la confusión identitaria promovida con las teorías de género se hace denominar libertad, el retroceso en la protección del matrimonio y la Familia se vende como avance, etc.
La satisfacción de los propios deseos se ha convertido en un principio general que rige incluso la legislación más reciente en nuestra sociedad. La exaltación del “yo quiero” como fuente de Derecho, el relativismo y el individualismo –la “desinhibición” a la que hacíamos referencia, propia del carnaval- convertidos en ley, el rechazo institucional a cualquier forma de compromiso, a cualquier Bien absoluto, a toda verdad objetiva merecedora de respeto y protección. Todo el año. Todos los años. Vivimos en un carnaval perpetuo.
Es fácil, para quienes sí practican el pensamiento crítico y sí descubren la razón de ser de las cosas, caer en cierto pesimismo ante este ambiente generalizado. Pero todo lo que merece la pena en esta vida se caracteriza porque no es fácil de conseguir, por requerir esfuerzo e incluso sacrificio. Por eso el optimismo merece la pena. Merece la pena que nos formemos bien, que nos paremos a contemplar la belleza y a descubrir los porqués, que seamos valientes y no seamos cómplices de este carnaval por medio de nuestro silencio, de nuestro miedo a que el defecto (disfrazado de virtud) se burle de nosotros.
Merece la pena seguir hablando bien de las cosas buenas.
Javier Rodríguez
Director general del Foro de la Familia