Toda persona humana es radicalmente hija, filial, creatura. Necesita de otros para existir (principio de originación), no se puede dar el ser a sí misma y, una vez nacida, ha de ser criada, ayudada a ir creciendo y formando su personalidad (alimento y educación) de cara a alcanzar su propia plenitud personal. Este es, pues, el primer deber ineludible de los padres y el primer derecho de sus hijos.
Y digo sus padres, y no otras personas -salvo en casos en que esto no sea posible- porque al fin y al cabo ellos han sido los responsables directos de que sus hijos existan, conscientes de los mecanismos que la ley natural tiene establecidos para que se produzca un nacimiento humano. Esto es tan evidente que lo difícil es no estar de acuerdo. Porque un hijo no es sólo una criatura arrojada al mundo: en la persona humana se da una estrecha relación entre procreación y educación, hasta el punto de que ésta es una prolongación o complemento de aquella. Por eso, cuando se piden argumentos que demuestren lo evidente, resulta muy difícil encontrarlos y, si se encuentra alguno, es inevitablemente más complicado de entender que la propia evidencia.
El deber de los padres a educar a su prole se corresponde con el derecho inalienable a hacerlo; porque normalmente los deberes se corresponden con el derecho consecuente; y viceversa, los derechos suelen conllevar un deber: en el caso de los hijos, el derecho a ser educados les exige el deber de dejarse educar o, mejor, de poner el esfuerzo necesario para su propio perfeccionamiento.
Ahora bien, que los padres han de educar a sus hijos no significa que sean propietarios de ellos, ni que puedan hacer con ellos lo que quieran. Toda persona, desde su concepción, es única, propia, irrepetible, intransferible (principio de singularidad), y está hecha como persona, pero no está acabada: por eso necesita la educación, que se deberá ocupar de su “acabamiento”, consistente en el desarrollo armónico de la propia identidad. Se trata de ir conformando su personalidad (que es lo cambiante, lo educable) en consonancia con su personeidad (que es lo que no cambia, lo constitutivo, lo heredado, en donde se incluye el sexo).
Todos somos hijos
Así mismo, cada persona es hija, además, de una comunidad más grande que se hace visible en los distintos grupos sociales a los que pertenece (principio de apertura); por eso necesita de los demás y se desarrolla también “con” y “para” los demás. De ahí que los padres tengan la primacía de educar a sus hijos, pero no la exclusividad. Si, pues, unos padres incumplen sus obligaciones educativas, la sociedad deberá contar con mecanismos para velar por esos hijos y, si es preciso, para retirarles su custodia. Y aquí es justamente donde entra en acción el Estado.
En el actual modelo social, el brazo que administra y ejecuta la soberanía de la sociedad no es ella, sino el Estado y sus instituciones. Y aquí es donde aparece el gran problema del encaje de derechos, porque nadie puede ser hijo del Estado, ya que no es una realidad personal sino una estructura jurídico-administrativa. En cambio, el Estado, que no es padre, tiene que hacer efectivo el derecho de la sociedad a educar a sus miembros. O por mejor decir, su misión consiste en promover, administrar, y ejecutar el bien común de esa sociedad. Nótese que digo bien común, y no interés general como suelen afirmar ahora la mayoría de los políticos, sucumbiendo así a una de las ideas más defendidas por el relativismo materialista, sea de corte marxista o neoliberal.
El bien común se refiere al conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a los grupos y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y fácil del propio perfeccionamiento. Es decir, aquello que favorece la realización y crecimiento de cada persona y, a la vez, la buena marcha y funcionamiento de la sociedad; las dos cosas, no una a pesar de la otra. Por ello presenta tres características necesarias: en primer lugar es objetivo, válido para todos, opuesto al interés particular, (como ocurre con el bienestar, que es subjetivo); en segundo lugar, deriva de la naturaleza humana, respetando siempre a la persona que la encarna; y por último, está orientado al progreso de las personas, a su provecho, que no se confunde con el pobresismo de cierta política manipuladora, sino que es progresismo verdadero basado siempre en la verdad, el bien y la belleza. Estas tres características se cumplen con el derecho/deber de educar y ser educado.
Bien común, no «interés general»
Por su parte, el interés general indica lo que se decide como útil o valioso para la sociedad según el criterio de la mayoría (que no tiene por qué ser bueno ni verdadero), bastante mutable y manipulable. Hitler fue elegido por mayoría democrática, y la mayoría, por aquel entonces, estaba de acuerdo con sus ideas de purificar la raza aria; de esta forma, el relativismo que lo sustenta termina en la ley del más fuerte, fuerte en número, en votos, en opiniones (con frecuencia teledirigidas): hoy, por desgracia, la lógica del poder suele ser esta. El interés general sólo beneficia a una parte de la sociedad, en detrimento de la otra parte, que ha de sufrir las consecuencias. La ley de la eutanasia, de próxima aplicación en España, es un ejemplo palpable: lo que una parte quiere, perjudica a la otra parte.
¿Cuál debe ser, pues, la misión de Estado con respecto a la educación de los miembros de la sociedad a la que representa? Lo primero a tener en cuenta es que, al corresponder a los padres el derecho y la obligación de educar a su prole, cualquier otro agente educativo lo es por delegación y subordinado a ellos. Ahora bien, es lógico que los padres, al ejercer esta difícil labor, busquen ayudas que, por sí solos, no pueden atender de modo adecuado (adquisición de competencias culturales y técnicas, relaciones sociales más amplias que las familiares…): por esta razón existe la escuela, destinada a colaborar con los padres en su tarea educadora, siendo, en cierto modo, una prolongación de su hogar. En consecuencia, corresponde al Estado una doble función: por una parte, favorecer la creación de escuelas plurales por parte de la sociedad, de forma que los padres puedan optar por las que concuerden con sus ideas, y ayudarlas en lo que necesiten para su buen funcionamiento (misión subsidiaria); y por otra, suplir a la sociedad creando escuelas públicas cuando ésta no pueda hacerlo por razones de diversas índole (misión supletoria). Y puesto que a las escuelas públicas asistirán alumnos cuyos padres tengan ideologías muy diversas, deberán respetar esta diversidad de convicciones sin convertirse en caja de resonancia de una ideología determinada.
En resumen, corresponde Estado debe salvaguardar la libertad de las familias, de modo que éstas puedan elegir la escuela que juzguen más conveniente para la educación de sus hijos, sin que esta elección conlleve ningún coste económico en la etapa de la educación obligatoria y gratuita. Constituye, pues, un grave atentado contra la justicia y la libertad personal y social que el Estado imponga como obligatoria una determinada ideología en sus escuelas, castigando económicamente a los padres que opten por un ideario distinto y legítimo. Los atentados contra el derecho de los padres constituyen, en definitiva, un atentado contra el derecho del hijo, que en justicia debe ser reconocido y promovido por la sociedad.
José Bernardo Carrasco
Doctor en Pedagogía