Permitidme que hoy utilice este espacio para comentar una anécdota que ha tenido lugar hace muy pocos días en la actual edición del torneo de tenis Roland Garros de París.
Era tercera ronda, y acababa de terminar el partido entre el argentino Leonardo Mayer y el francés Nicolas Mahut. Venció el argentino y, tras la despedida en la red entre los rivales y la propia al juez de silla, Mahut se sentó en su banco y comenzó a recoger sus cosas, desconsolado. Tal vez influyese que tiene 37 años y quizá se estuviese despidiendo de Roland Garros para siempre, quién sabe.
Permanecía sentado, triste, con los ojos vidriosos, recogiendo con desgana y mimo sus raquetas, como quien hace algo que no quiere hacer, prestando más atención a sus pensamientos que a sus propios movimientos. Durante un instante, levantó la vista e hizo con la cabeza un gesto afirmativo mirando a algún punto del estadio, fuera de cámara, como respuesta a alguien que probablemente le estuviese pidiendo permiso para algo.
Pocos segundos después, apareció un niño atravesando la pista de tenis corriendo, en dirección al compungido perdedor. Su hijo. Cuando llegó hasta su padre, lo abrazó con fuerza y lo besó, y así, abrazados, permanecieron los dos mucho más tiempo del que hizo falta para que todo el estadio se pusiese en pie y rompiese en una inmensa ovación sincera ante lo que estaban presenciando.
Y lo que estaban presenciando era la grandiosidad de la familia, evidenciada en una sencilla muestra de amor de un hijo hacia su padre. Presenciaban lo importante que es la familia para superar los momentos duros, lo importante que es el amor incondicional característico de la familia por ser quienes somos, y no por lo que hacemos bien o mal. Presenciaban la inocencia de un niño que ve a su padre triste y su impulso es consolarlo, y da igual que sea delante de miles de espectadores, porque la sencillez y el amor no entienden de respetos humanos. Presenciaban a un padre que, aun desolado por la reciente derrota, abrazaba a su hijo con fuerza, como agarrando con entusiasmo lo más valioso para él. Presenciaban lo que realmente merece la pena en la vida.
Mahut al fin se levantó del banco y, entre la ovación y ante las lágrimas de emoción de su vencedor al ver la escena, se fue de la pista sin soltar la mano de su hijo.
En un panorama cada vez más individualista y relativista, todavía sabemos valorar lo bueno. Todavía nos atrae. Lo bueno nos emociona. Hablemos bien de las cosas buenas, porque los aplausos callan los insultos, porque lo bueno no necesita para triunfar nada más que ser mostrado. La familia se merece esta y todas las ovaciones.
Puedes ver el vídeo de este emotivo momento pinchando aquí.
Javier Rodríguez
Director del Foro de la Familia