Están de moda ciertas palabras del discurso único, políticamente correcto, en toda la sociedad occidental. No son modas locales, sino “globales”, luego ya queda evidenciado que no es algo espontáneo, sino debidamente pensado e intencionado desde los organismos internacionales. La “nueva ética mundial” a la que se refiere extraordinariamente Marguerite Peeters.
Los nuevos valores, que pretenden sustituir a las virtudes tradicionales del humanismo originario de nuestra civilización, se plasman en palabras bonitas vacías de contenido, a las que cada cual les puede dar el significado que convenga dependiendo del interés que se persigue o de las circunstancias concretas. Se habla de diversidad, de pluralidad, de transversalidad… sustituimos padres por progenitores o reproductores, esposos por pareja, familia por “modelos de familia”, de modo que nadie pueda verse discriminado y que así podamos elevar lo subjetivo sobre lo objetivo, la libertad individual sobre las realidades que nos preceden.
Vaya por delante el respeto por la libertad de cada persona para organizar su vida de la forma que quiera, y el rechazo a la discriminación por causa de ello. Pero no nos engañemos, más allá de las batallas ideológicas, la familia es una realidad que nos precede y nos sucede. Todos somos hijos, luego todos somos familia. Todos tenemos un padre y una madre, porque para existir necesitamos de la fecundación, y ésta no es una construcción humana. Otra cosa es que a los modelos de convivencia que en libertad cada uno elija para sí, y perfectamente respetables, les pongamos un nombre u otro.
La ideologización del lenguaje, en este ámbito concreto, pretende vaciar de contenido el concepto de familia al equipararlo a otras realidades (legítimas y respetables) que no comparten las características que hacen de la familia una institución merecedora de especial protección jurídica. Lo vemos en la adopción (hemos pasado a hablar del falso derecho a tener hijos por parte de los padres, en vez del derecho de los huérfanos a tener aquello que perdieron y que es bueno para su desarrollo), en el matrimonio (hemos pasado a hablar del amor como base jurídica para protegerlo, cuando al Estado lo que le interesa del matrimonio son precisamente sus condiciones idóneas para la procreación y desarrollo de nuevos ciudadanos), en la tragedia del aborto (cada vez se percibe de forma más generalizada que un embarazo es una especie de consecuencia negativa, de efecto secundario no deseado de una relación sexual no integradora), el debate sobre la eutanasia (tratar de eliminar a las personas que sufren en vez de esforzarse por eliminar el sufrimiento de las personas), etc.
Katy Faust, estadounidense criada por dos mujeres lesbianas y ahora madre de cuatro hijos junto a su marido, preguntaba en una carta abierta al Juez Kennedy en 2015, en pleno debate sobre el matrimonio homosexual en Estados Unidos: “¿Hemos llegado al punto de considerar la institucionalización del despojo del derecho natural del niño a tener un padre y una madre a cambio de dar validez jurídica a las emociones de los adultos?”.
El respeto y la defensa de la libertad individual no está reñido con defender y promover lo que consideramos bueno, porque hablar bien de las realidades que merecen la pena no discrimina ni menosprecia a nadie. Y es aquí donde se introduce el ánimo de confundir por parte de quienes promueven el discurso único al que me referido al principio, creando una suerte de miedo social a quien no comparta o matice los valores de la “nueva ética”, miedo a ser etiquetado de ultraloquesea o de loqueseafobo simplemente por expresar en libertad la defensa de las causas que consideramos buenas y justas.
Tengámoslo claro: respetemos la libertad y no discriminemos a nadie, pero no tengamos miedo a hablar bien de las cosas buenas, a llamar a las realidades por su nombre y a “desconfundir” a quienes nos quieran etiquetar por ello.