En los últimos días hemos tenido conocimiento de la utilización de embriones humanos para curar, en el caso reciente, una enfermedad ocular.
Lo primero que llama la atención es que sea noticia la curación de cualquier dolencia con un eco tan llamativo en los medios. Quizá debiéramos detenernos en el porqué de ese eco y sus consecuencias.
Estamos asistiendo a una sostenida y calibrada campaña para hacernos ver como bueno aquello que no lo es; no todo es lícito para alcanzar un fin bueno. Sabemos que para que un acto sea bueno, lo han de ser el objeto, el fin y las circunstancias. Centremos nuestra atención en las circunstancias de este hecho concreto. No basta la intención que inspira el acto o sus circunstancias para considerar que un acto es bueno.
Para curar una dolencia -en este caso concreto, un ojo-, se han utilizado embriones humanos, es decir, vidas humanas como “medicamentos”, no importando su manipulación o su destrucción. Por tanto, hemos destruído una o más vidas para salvar un ojo.
Con todo, lo más grave no es el acto en sí, sino la suave y paulatina tendencia a considerar que el fin sí justifica los medios, a considerar que la medicina no tiene límites éticos y que cualquier medio es lícito para alcanzar el fin de la curación; aunque este “medio” sea una vida humana. No es lícito hacer el mal para obtener un bien.
Convendría, por último, reflexionar sobre el riesgo que corremos todos con estas prácticas: cuando admitimos la licitud de toda práctica atendiendo tan solo al fin, ¿dónde está el límite?