Al llegar a casa, ya sentados a la mesa, me preguntó: «¿sabes lo que estaban hablando dos personas en la fila?» -No, dime- le dejé tiempo para que hablara. «Uno de los señores le comentaba a otro que los hijos son un estorbo, por más que estés con ellos, nunca te ayudan ni te corresponden».
Y luego, dirigiéndose a él, le dijo: «chico, sabes, nunca tengas hijos, te harán un desgraciado.»
Mi hijo hizo una pausa y añadió esta sabia reflexión: «Todo depende de cómo sean los hijos y como sean los padres».
El valor de un hijo depende del valor que demos a la paternidad. En la sociedad individualista del estado de bienestar se valora más la satisfacción personal que la felicidad de nuestros seres queridos. Cada vez que puedo, a tiempo y a destiempo, hablo de la necesidad de que haya muchas familias numerosas. La mayoría me contestan «yo ya he cumplido, tengo la parejita». La experiencia de la hermandad en el seno de una familia numerosa marca la diferencia. Se comparte lo que es personal y se pone al servicio de todos. Se dedica tiempo a los demás quitándolo del propio tiempo de descanso y de juego. Se ayuda los hermanos y se resuelven disputas, se aprende de manera sabia el valor de la vida y del respeto. Se reparte lo que hay en la mesa aunque sea escaso. Se vive la alegría, la risa, la felicidad, la entrega, el tiempo personal es tiempo para todos y la alegría de uno es alegría de todos.
El tercer hijo rompe los vértices del cuadrado y los suaviza; ya no es uno para papá y otro para mamá; cuantos más hijos más se aproximará el polígono al círculo, allí las relaciones fluyen con más espontaneidad y son más sanas.
Sí, hijo, todo depende de cómo sean los padres, pero mucho me temo quetambién de cómo sean los hijos, ellos siempre pueden inspirar a los padres.
En la escena del hecho que describo en este post se vislumbra perfectamente dónde está el hijo y dónde se sitúa el pollo. ¡Ojalá todos seamos el hijo!
José Javier Rodríguez
Blog Perspectiva de Familia en Tribuna de Salamanca
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