La iniciativa legislativa anunciada por el Gobierno conservador para regular de nuevo la interrupción voluntaria del embarazo ha provocado una catarata de críticas de la oposición, de entre las cuales pretendemos comentar en este artículo no tanto las que se refieren al fondo de la cuestión legislada como las atinentes al proceso legislativo mismo. Es decir, las que se refieren a las condiciones de legitimidad del debate en la esfera pública de una sociedad democrática. Porque se escuchan a este respecto opiniones que parecen por lo menos altamente cuestionables, cuando no directamente erróneas.
Tomemos por ejemplo la acusación que se dirige a los conservadores de haber presentado un proyecto de ley que es claramente ideológico,lo que se supone que conllevaría una connotación claramente peyorativa. Ya de entrada, la crítica es bastante incongruente con la tradicional acusación de la izquierda a la derecha de carecer de ideales y guiarse solo por sus intereses materiales. Por una vez que la derecha obedece a ideas y no a intereses… ¡debiera ser motivo de felicitación, no de crítica! En cualquier caso, sorprende la connotación negativa aplicada a la ideología per se, cuando la izquierda lleva años llorando por su propia ideología perdida. Y es que, entendida como conjunto simplificado de valores, ideas e imágenes del mundo, la ideología tiene necesariamente que comparecer cuando se debate un asunto tan cargado de aristas difíciles “de vida o muerte” como el de la interrupción de la gestación.
Es de suponer que un proyecto “no ideológico” sería aquel que resultara de una aproximación puramente técnica y pragmática al fenómeno social regulado, carente de prejuicios relativos al valor de la vida o al derecho de la mujer a su dignidad y libertad. Una aproximación que no es siquiera imaginable en este tema, que toca de manera sensible a ideas básicas de la cosmovisión conservadora (igual que a las liberales). Bienvenida sea entonces la ideología no camuflada, porque el debate será mucho más claro.
Otra curiosa crítica al conservadurismo es la de haber preparado una ley inspirada en una doctrina o visión moral particular. La crítica es incongruente y absurda si lo que se pretende afirmar es que las normas jurídicas —las leyes— podrían fabricarse desde otro sitio que no fuera la moral, tratándose de cuestiones de palmario contenido ético. El derecho positivo se construye desde la moral (aunque no solo desde la moral), en esto estamos de acuerdo incluso los positivistas modernos. Que los conservadores edifiquen su proyecto de ley a partir de la visión moral que les es propia es tan legítimo —y obligado— como que el progresismo lo critique desde su propia comprensión moral del problema. Para unos la justicia del caso —el valor moral determinante— será el de la vida humana, entendido con una acusada servidumbre a los datos puramente biológicos que los conservadores interpretan como derivados necesariamente de la misma naturaleza humana. Para otros, el valor moral a proteger es el de la dignidad y libertad de la mujer para decidir autónomamente sobre su vida. En ambos casos, las posturas en liza se alimentan de valores y de morales, y así parece que deba ser en todo caso.
Otra cosa es que la moral desde la cual cada uno debate sea una moral dogmática o una moral crítica, una ética derivada directamente de la tradición histórica (una eticidad) o una construida en el racionalismo reflexivo; ahí sí que existe un amplio campo de discusión. Aunque, cuidado, nadie está vacunado contra el dogmatismo, ni tiene la patente de la superioridad moral apriorística. Hay otros temas de debate en que la izquierda española está anclada en una ética comunitarista que deriva sus valores de la pura facticidad histórica y no del racionalismo crítico.
Por último, sorprende una vez más (¡qué difícil resulta este asunto en una sociedad como la española cuya fractura no es tanto la religión como la historia de la iglesia) que se acuse a los conservadores de inspirarse y apoyarse en doctrinas religiosas, incluso que se clame contra la intervención de la Iglesia católica en el debate público. Se sigue confundiendo la exigencia de laicidad del Estado —algo irrenunciable en democracia— con la exigencia de laicidad de la sociedad civil. Y esta, la sociedad civil, no es religiosa ni laica, es simplemente… plural. Por ello, en su seno tienen derecho a hacer oír su voz y sus argumentos todos los ciudadanos e instituciones, tanto los dotados de una identidad metafísica como los ciudadanos a secas. Como dice Rawls (y Habermas con más contundencia aún) en el debate público legislativo los ciudadanos religiosos pueden hacer oír sus doctrinas comprehensivas del mundo; y es que, ¿cómo podrían prescindir de ellas cuando comparecen en la esfera pública si son precisamente las que más íntimamente les motivan en lo político? El democrático no es un Estado laico que “tolera” a la religión y a los ciudadanos religiosos, es un Estado que acepta que la sociedad civil es plural, y que ese pluralismo incluye también las religiones.
Es obvio que las iglesias —sobre todo la mayoritaria en España— no pueden invadir ni configurar ni contaminar el ámbito público con sus doctrinas o símbolos particulares. Pero lo que sí pueden es comparecer como unos actores más dentro de ese escenario laico cuando se debaten futuras leyes. La izquierda debiera tratar de corregir su propia esquizofrenia cuando aplaude encantada las declaraciones anticapitalistas o antimercado del Papa, o cuando ensalza la teología de la revolución, y cuando rechaza como odiosa intromisión a Rouco y sus mensajes sobre la “cultura de la vida”. La idea la pronunció algún liberal inglés, me repugna su mensaje, pero el mío básico es que tiene usted todo el derecho del mundo a proclamarlo.
Y, por último, no caigamos en el error de proclamar el consenso como meta obligatoria de este debate, a falta del cual sería una especie de debate fracasado. En esta materia, como en tantas otras, el consenso es imposible e indeseable, lo verdaderamente válido es el disenso que sabe convivir en soluciones que a casi nadie satisfacen, pero que son posibles cuando, al final, después del debate, cada cual pone su ideología, su moral, su religión (y sus intereses) un poco entre paréntesis. No renuncia a ellas, pero acepta un estado razonable dediscordia concorde.