En la Historia ha habido muchos tiempos difíciles para la gente sencilla. Epidemias, guerras, catástrofes naturales, hambrunas, … Ahora estamos viviendo uno de esos tiempos. ¿Cuál es la diferencia entre situaciones pasadas y la actual?
La primera diferencia es que esta la estamos viviendo nosotros en primera persona. Las pasadas, o nos las han contado o las hemos leído. Y no es lo mismo. Al vivirla se nos hace más dura, más “única”, más tremenda.
La segunda diferencia es que la estamos viviendo en “tiempo real”; estamos informados casi al minuto de todo lo que está pasando, tanto dentro como fuera de nuestras fronteras. Cada una de las víctimas, eso que llaman “la curva” para no hablar de muertos, los números, las desgracias, el desaliento, las lágrimas, el temor a quedarse sin trabajo… de todo ello estamos informados continuamente, sin pausa.
La tercera diferencia es que vivimos en una sociedad que no está preparada para el dolor ni las adversidades. Hemos vivido en una burbuja, con comodidades, una vida resuelta, dando por sentado que todo seguiría igual y que solo podíamos mejorar nuestra situación. El inmanentismo nos ha llevado al “solo importa el aquí y el ahora”. La ocultación de la muerte y el dolor nos ha llevado a creernos una suerte de “inmortales” que no debían temer a nada porque “la ciencia” resolvería cualquier contratiempo. El transhumanismo nos ha estado prometiendo que seremos superhombres y que viviremos eternamente. Y así llevamos los últimos 50 años. Hay generaciones enteras que solo han vivido comodidades de todo tipo y, a fuerza de disfrutarlas, se han convertido en exigencias. El sacrificio, el don de sí mismo, la vocación de servicio, el esfuerzo, la competencia, el dar sin recibir nada a cambio, el valor de la palabra dada, la búsqueda del bien y la verdad, todo esto, ha quedado relegado a unos pocos que, además, son vistos como “extraños”.
Patas arriba
Y con estas tres diferencias hemos llegado a la situación actual. Un virus insignificante ha puesto, de la noche a la mañana, patas arriba toda la escala de “valores” en la que se sustentaba la sociedad en la que vivimos. Hoy están los coches en el garaje, las joyas en el cajón, el móvil de última generación solo lo ve el dueño, los restaurantes de lujo vacíos, las vacaciones exóticas y carísimas olvidadas. Al no estar vacunados contra el dolor y la contrariedad, la sociedad se ha refugiado en una falsa y sentimentaloide alegría llena de cánticos, aplausos, héroes y heroínas, ruido e imágenes porque la realidad les produce una suerte de terror insuperable. Hoy estamos todos en casa.
¿Y qué hemos encontrado en casa? A ese hijo con el que apenas hablábamos, a ese cónyuge al que le faltaban muestras de cariño, ese tiempo que antes no teníamos, esa reflexión que estaba pendiente, ese libro que empezamos y nunca acabamos, esa llamada a un amigo que siempre se posponía, esa mesa que cojeaba y llevaba así años, sin reparación, esos cristales sucios en los que ahora caemos, porque tenemos tiempo, y los limpiamos. Infinidad de pequeños detalles de convivencia en los que antes no reparábamos. Y ahora sí.
La familia, principal refugio
Entonces, ¿qué no es diferente a los tiempos difíciles anteriores? Así es, lo han adivinado, la familia. Vuelve a erigirse como el principal refugio ante la adversidad y el principal apoyo en horas bajas. Los que tenemos la suerte, la inmensa suerte, de vivir en familia, podemos sentirnos orgullosos de haberla cuidado para que ella nos cuide ahora a nosotros. Y conscientes del bien que tenemos, debemos hacer partícipes a los demás de este inmenso tesoro.
Es necesario comunicar, convencer, a los demás que no se tiene bien más preciado que la familia. Cuídenla, no la maltraten. Sean cariñosos con ella, pónganla en su primera prioridad.
En estos tiempos en los que tantas familias están sufriendo un dolorosisímo duelo al no poder despedir a sus seres queridos, tengamos un recuerdo y una oración especial por ellas.
Tengamos esperanza, que también es contagiosa. Esto también pasará, y habrá conseguido ponernos en nuestro lugar y apreciar más el tesoro de la familia.