Con nuestra bajísima natalidad, España está abocada a envejecer y despoblarse de forma progresiva. Y con ello, al empobrecimiento colectivo y a una sociedad que languidece por falta de savia joven. La alternativa es la repoblación masiva por extranjeros procedentes de países más pobres y con otras culturas. Pero esto, que en opinión del autor es, en todo caso, mejor que la despoblación, conlleva inconvenientes y riesgos evidentes.
Si la inmigración llega en masa, como necesitaríamos por nuestro tremendo déficit de nacimientos y de gente joven, y no a ritmos más pausados que permitan su asimilación sin grandes traumas, a partir de determinados umbrales de presencia de foráneos, nos exponemos a dolorosas fracturas sociales y a niveles de delincuencia mucho mayores. Y ya en concreto, la inmigración magrebí-musulmana, además, comporta dificultades adicionales de integración y peligros propios, que irían en línea con lo que podríamos llamar, con Samuel Huntington, choques de civilizaciones.
Curiosamente, además, como los inmigrantes llegan sobre todo en edades intermedias de la vida, si se quedan en España hasta generar derecho a pensión de jubilación –que en muchos casos, como es natural, gastarán en sus países de origen-, al cabo de una generación empeoran aún más la forma de la pirámide de población, al deteriorarse con ellos aún más la proporción entre jubilados y activos.
Alejandro Macarrón es consultor de estrategia empresarial y finanzas corporativas.