Leire Navaridas

por | Abr 29, 2021 | Artículos, Destacadas, Familia, Noticias

Me costó mucho perdonarme. Únicamente entender que yo también había sido víctima de un sistema machista-capitalista que justifica la violencia, me permitió dejar de sentirme una mujer tan cruel como desalmada. Había matado a mi primer hijo, y, en consecuencia, había perdido también al segundo. Y ambos sin soltar ni una sola lágrima. Esta es la única forma en la que una mujer puede ir a abortar por “voluntad” propia. Fría, desconectada de su ser y su cuerpo. Por supuesto, también de su corazón.  

Cuando con 26 años, recién casada -por papeles, porque una buena vasca no puede ser romántica- y tras un año viviendo en Australia con el que yo consideraba el hombre de mi vida, en medio de una crisis horrenda, un test de embarazo me arrojó la que yo entendía como la peor de las noticias: estaba embarazada.  

Explicar por qué mantuve relaciones sexuales inmersa en una crisis conyugal daría para otro artículo, si bien quiero resaltar que aceptar sexo sin amor tiene mucho que ver con asumir también la Intervención Violenta del Embarazo (IVE). 

Allí estaba yo, en Macao, en una suite del hotel con el casino más grande del mundo, en la máxima de las soledades, pensando qué hacer con semejante marrón! Vía Skype llamé a una amiga de mi tierra, Donostia. Cuando me dijo que no me preocupara, que señor X, al que yo bien conocía, en su clínica ginecológica podía arreglarme el asunto, sin ningún tipo de consecuencia, el alivio fue inmediato. Tenía -supuestamente- la gran solución. Aquella que no se sabe cómo echaría el tiempo atrás y me dejaría tal cual estaba, borrando de la historia de la humanidad aquella indeseable realidad.  

Informé al que hoy, como no puede ser de otra manera, sigue siendo el padre de la criatura, que iba a abortar. Porque “nosotras parimos, nosotras decidimos”. El hombre, que es la otra mitad, en la mente de una mujer criada en guerra de género, no cuenta para nada. Esta cosa de dos, es en realidad sólo cosa de mujeres. Y cuenta menos aún si tu madre desde pequeña te ha advertido que los hombres (sistemáticamente TODOS, estaba en el subtexto) hacen los hijos, pero las que los crían y los sacan adelante son las mujeres. Tal y como había sido su caso. Este ejemplo vivido en primera persona me bastaba para creerme semejante afirmación condenatoria de lo que es un hombre y, más aún, un padre. Todavía a día de hoy tengo que luchar con la vocecilla que me recuerda: “No te fíes ni de tu padre!”. ¡Ahí es nada! 

Pues con toda esa carga mental, y emocional -aunque la segunda estuviera desarrollándose bajo llave- ahí que fui con mi madre. El señor X no estaba. El trabajo sucio mejor que lo hagan otras… Para legalizar semejante sangría, firmé el supuesto de que si continuaba con mi embarazo tendría problemas psicológicos.  

¿De verdad la comunidad sanitaria pudo vender la moto de que tener un bebé puede derivar en enfermedad mental?  

El caso es que, durante un par de años, yo también pude creerme, y hacer creer, que esa Intervención Violenta del Embarazo había sido como una mala borrachera, en la que intentas no pensar por cierta incomodidad pero que en el olvido llevas incluso hasta con cierto orgullo.  

Gracias a que a los meses después de ese fatídico día, en el que cené con mis padres hablando del tiempo y los principales titulares de la prensa, ya asentada en Madrid empecé con una psicoterapia, hoy puedo escribir estas palabras. La razón para pedir ayuda psicológica no era otra cosa que buscar explicación (tras innumerables pruebas físicas) a ciertos vértigos que se iban sucediendo desde que comencé la universidad. Ninguna razón adicional. Por lo demás, yo era una mujer muy feliz. Tenía un montón de amigos con los que poder intoxicarme socialmente, un marido cada vez más distante y bloqueado con el que fingir mantener una idílica relación y una familia que siempre ausente en cuerpo y alma, me dejaba completa libertad y ciertos dinerillos. ¡El vínculo también se compra!  

Sin embargo, la Vida es maravillosa y el cuerpo muy sabio. Así que, con mi conciencia y emociones cerradas en banda, no quedó otra que hacerme perder literalmente el equilibrio para ver qué pasaba ahí. Profunda soledad. Este sabio terapeuta lo vio entre líneas nada más empezarle a contar mi peli.  

Así empezó un peregrinaje por mi mundo interior que aún continúa. A los días de esa primera consulta que comenzó a destapar mi caja de Pandora y que dejó mis vértigos como señales de una tortuoso pasado, me volví a quedar embarazada. Lo volví a vivir como un marrón, porque en mi guion mental el capítulo de los bebés venía después de mucha aventura y cierta estabilidad laboral y, por qué no, también de pareja. Llamé a mi terapeuta que me dio la enhorabuena, rompiéndome totalmente los esquemas.  

Y sería en esa siguiente consulta que vino la categórica frase que cambiaría el rumbo de mi vida. Sentada junto a mi marido y frente a este hombre que pese a un aspecto serio todo lo que transmitía era pura verdad con un novedoso revestimiento de amor, llegó: “Leire, deja de destruir y ponte a construir”. 

Efectivamente, llegó ese punto de inflexión donde mágicamente me despedí de aquella trayectoria de daño para darle la bienvenida a esa nueva vida donde yo podía ser una parte activa en un contexto sano de creación. Y así, en cuestión de segundos, me vinculé muy profundamente -como no puede ser de otra manera cuando nos reconocemos como madres- con ese bebé en mi vientre, al que hasta ese momento le estaba negando la existencia. 

En las siguientes semanas yo podría haber grabado todos los anuncios de compresas del mundo. Mi cara de ilusión y felicidad hubieran sido un gran reclamo publicitario. Todo mi ser estaba entregado a atesorar lindas experiencias y el conocimiento más bonito para entregárselos a mi hijo o hija cuando naciera. El trabajo de mierda que por entonces tenía ya no me preocupaba. La fuerza vital que me brindaba el embarazo no iba a detenerse por una cuestión laboral o económica. El poder de ser madre hacía saber que yo iba a poder con eso y con todo lo que hiciera falta para poder entregarle a mi peque la mejor experiencia vital posible. 

En el control de los 3 meses, acompañada por mi marido y mi hermana, el ginecólogo nos informó de que ese bebé yacía muerto en mi vientre. “Fue bonito mientras duró”, fue todo lo que se me ocurrió decir mientras íbamos en el metro para poder justificar la construcción inmediata de un nuevo gran muro que me permitiera desconectar cualquier tipo de emoción que pudiera derivar en llanto (símbolo de gran debilidad, según mi decálogo familiar).  

Tardé 2 años en llorar esas muertes. Eso sí, cuando en un estado alterado de conciencia dejé que todo el dolor saliera a la luz, no paré de llorar en lo que se me hizo una eternidad. Lo bueno es que bajo el daño siempre está la luz. Y tras lo que parecía ser un dolor inabarcable -normal que no queramos afrontarlo porque da la sensación de que efectivamente nos va a partir en dos y eso es algo que al instinto de supervivencia no le gusta nada de nada- apareció mi amor. Esa fuerza, después de tantos años rechaza, prácticamente desconocida para mí.  

Esta fue la forma en la que yo pude salvar mi amor por mis hijos y restablecer un vínculo profundo con ellos que actualmente mantengo y honro escribiendo textos como éste.  

Actualmente tengo un tercer hijo. Este sí, vivo. Con otro hombre que sí ama a la mujer. Ambos vienen a confirmarme que la vida es un regalo. Cómo lo es Lander, y todas las niñas y niños del mundo, fuente de amor inagotable que nos enfrentan a nuestros mayores miedos y nos hacen transcender para poder vivir en amor incondicional.  

Ser madre, y vivirlo, está siendo la experiencia más plena de mi vida.  

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