Dos noticias de esta semana muestran cruelmente cómo existe una lógica de deslizamiento progresivo que lleva a legitimar cada vez más proyectos aberrantes en nuestras sociedades: la publicación en una revista británica (‘Journal of Medical Ethics’) de la propuesta de despenalizar el infanticidio de niños recién nacidos, bajo el nombre de ‘aborto post natal’, y la propuesta de Holanda de un proyecto de unidades móviles para practicar la eutanasia a domicilio.
Cuando una persona o una sociedad admiten una excepción, por pequeña que sea, al principio de “no matarás”, comienza un proceso de deslizamiento paulatino que lleva a admitir progresivamente nuevos casos y nuevos supuestos, pues esa persona o esa sociedad han comenzado a acostumbrarse a la muerte y ese acostumbramiento va adormeciendo la conciencia moral respecto al respeto que merece la vida humana sin que el proceso tenga límite conocido alguno. Esto es lo que pasó en la Alemania de los años 30 del siglo pasado y es lo que está pasando en la actualidad con el aborto y empieza a suceder con la eutanasia.
Los ejemplos citados y la experiencia histórica universal nos enseñan que la vida humana o es protegida siempre y sin excepción o su desprotección paulatina y creciente va a más de forma inexorable.
Por eso hay que reivindicar el respeto radical al ser humano desde que comienza a existir con la fecundación hasta el momento de su muerte biológica sin excepción de ningún tipo por razones de edad, grado de desarrollo, calidad de vida, salud o cualesquiera otras circunstancias. Si alguien (médico, parlamento, gobierno, etc) se arroga el derecho a definir quién es humano o no y en consecuencia, quién tiene derecho a la vida, ya hemos entrado en la senda del totalitarismo y de la cultura de la muerte, se ejerza ese poder inicialmente bien con mucho radicalismo o bien con aparente moderación. Si se quiere defender la vida hay que afirmar que ningún ser humano o institución o poder publico goza del poder de disponer de ella.