Eugenio Nasarre
Confieso que me ha provocado una inquietud pavorosa la lectura del texto del Gobierno sobre «igualdad de trato», cuya finalidad ideológica está muy clara para quien no se ponga vendas. No es otra que transformar la sociedad, sus valores y modos de vida, con medios coactivos y por ello se inscribe perfectamente en el proyecto de «ingeniería social» impulsado por Zapatero. El de ahora da una vuelta de tuerca más, esta vez con la pretensión directa de domesticar a la sociedad española y someterla a unos parámetros de comportamiento, decididos y vigilados por un Estado que se hace omnipresente en nuestras vidas, bajo el señuelo que más ha fascinado, con distintos ropajes, al hombre contemporáneo: el señuelo irresistible de la igualdad.
Ya hace mucho tiempo, con palabras imperecederas, Tocqueville nos alertó sobre la clase de despotismo en el que podían caer las naciones democráticas, si no preservaban las condiciones en que se ejerce y florece la libertad. El temor es que sobre esas sociedades, describía Tocqueville, «se eleva un poder inmenso y tutelar; pretende ser el único agente y el único árbitro de ella; provee a su seguridad y a sus necesidades, facilita sus placeres, conduce sus principales negocios, dirige su industria, arregla sus sucesiones, divide sus herencias y se lamenta de no poder evitarles el trabajo de pensar y la pena de vivir. De este modo, hace cada día menos útil y más raro el uso del libre albedrío, encierra la acción de la libertad en un espacio más estrecho y quita poco a poco a cada ciudadano hasta el uso de sí mismo. La igualdad prepara a los hombres para todas estas cosas, los dispone a sufrirlas y aun frecuentemente a mirarlas como un beneficio».
Mi perplejidad nace al buscar sentido al concepto de «igualdad de trato» en las relaciones sociales, en la vida social. ¿Puedo tratar de forma igual a mi anciana madre que a mis nietos, que están dando los primeros pasos? A mi madre debo respeto y veneración, lo que es muy distinto del trato que dé a mis nietos, a los que tendré a veces que reprender y corregir, aunque lo haga con la moderación propia del abuelo. Lo que veo en la vida social es precisamente que está llena en su orden espontáneo de muchas «diferencias de trato», derivadas de la diversidad de posiciones y funciones sociales y derivadas de tradiciones con sentido.
O «la igualdad de trato» se entiende exactamente lo mismo que «igualdad ante la ley», principio éste consagrado en la Constitución y que forma parte del patrimonio jurídico de las democracias liberales… o hay gato encerrado. Si fuera lo primero, esta posible ley sería lo más inútil y superfluo que pudiéramos imaginar, ya que nuestro ordenamiento jurídico posee ya muy poderosos instrumentos para garantizar la igualdad de los ciudadanos ante la ley. El primero de ellos es que toda ley que estableciera cualquier tipo de discriminación sería tachada de inconstitucional y sería expulsada de nuestro ordenamiento jurídico. Y, en segundo lugar, los jueces tienen encomendada la tutela de los derechos y libertades sin discriminación alguna. Una democracia libre no necesita más.
La llamada «igualdad de trato» encierra algo más, mucho más. Nos vende una sociedad en la que «nadie debe sentirse humillado» en sus relaciones con los demás, por cualquier circunstancia personal y social. ¿No obedece este propósito, una vez más, a la infernal pretensión de lograr el «paraíso en la tierra», una nueva versión de lo que Camus llamó las «rebeliones prometeicas» del hombre contemporáneo? Porque la «igualdad de trato» se predica erga omnes, incluidas las relaciones que se desarrollan entre particulares. En cada empresa, en cada hospital, en los centros educativos, en los lugares públicos, en los centros de recreo, por doquier, nadie ha de recibir un trato que pueda considerar «intimidatorio, hostil, degradante, humillante, ofensivo o segregador». Y, si pertenece a un presunto «grupo minoritario», deberá recibir incluso un trato preferente, en virtud del principio de la afirmative action, a favor de quienes están en desventaja, que consagra la ley. A la vista de la maldad de la condición humana y de tradiciones basadas en prejuicios, el Estado se erige, con la coacción que resulte necesaria, en definidor, vigilante, guardián y protector de esta «igualdad de trato».
Y para ello se crea un órgano con el temible nombre de Autoridad para la igualdad de trato, nombrado por el Gobierno, con amplias facultades de vigilancia y de propuestas de sanción. Podrá intervenir de oficio o a petición de parte y podrá hacerse omnipresente en toda la vida social. Será una espada de Damocles que colgará sobre nuestras cabezas. Cualquiera que se sienta humillado, ofendido o no tratado como quisiera podrá denunciarlo ante la Autoridad. Y, como se establece la inversión de la carga de la prueba, será el presunto violador de la «igualdad de trato» el que tendrá que demostrar su conducta inocente. Lo normal será que su inocencia la tenga que demostrar dando siempre satisfacción al denunciante. Es decir, sometiéndose.
Pero aún hay más. Se otorga una posición privilegiada a las asociaciones «promotoras de la igualdad de trato» y defensoras de las minorías, que actuarán como agentes entusiastas cooperadores de la Autoridad en las funciones de vigilancia y denuncia. La Autoridad no necesitará de muchos agentes propios. Bastará la actuación de los lobbies «promotores de la igualdad de trato», convertidos en entidades temibles, que trabajarán para evitar que haya personas descarriadas que opongan resistencia a las nuevas costumbres que se pretenden imponer.
Porque no podemos ingenuamente llamarnos a engaño. Todo este diseño, revestido de la fascinante para algunos (o para muchos) vestimenta de la «igualdad», está destinado a imponer en la sociedad, con el grado de coacción que resulte necesario, unos cánones de comportamiento que afectarán a nuestras mores o costumbres (que encierran siempre una dimensión ética, pues no en vano la moral procede del vocablo mos). Está ello muy claro cuando el proyecto de ley establece (¡Dios mío!) nada menos que una «Estrategia Estatal» para la igualdad de trato. La vigilancia será selectiva y se concentrarán las actuaciones en aquellos aspectos de la vida social que contribuyan a modelar la vida social conforme al diseño de sociedad y de parámetros «morales» preestablecidos por el poder. Cualesquiera mores que respondan a unos criterios de moralidad distintos a los establecidos por el poder deberán ser eliminados con las vías de coacción e intimidación que posibilita el proyecto de ley. La esperanza de los diseñadores del proyecto es que la sociedad española no ofrezca ya demasiada resistencia y que los focos de posible oposición sean doblegados con una mezcla de persuasión y coacción.
A tal fin el texto contiene una clara invitación a los medios de comunicación a cooperar en esta labor de persuasión y una clara amenaza a los que no lo hagan. Tendrán que respetar el derecho a la igualdad de trato «en el tratamiento de la información, en sus contenidos y en su programación». O el artículo 22 del proyecto es un brindis al sol o es una gravísima limitación a la libertad de expresión, incompatible con los postulados constitucionales.
Una viuda que tenga una casita en el campo y que quiera alquilar unas habitaciones no podrá elegir a sus huéspedes por criterios relacionados con las mores. Podrá ser denunciada por violación de la «igualdad de trato». Y obligada a clausurar esa fuente de su sustento, a no ser que se doblegue a este nuevo despotismo. Los medios de comunicación deberán cumplir su misión: airear el caso y afear y condenar por réproba y antisocial a la viuda.
Los profesores y centros educativos serán las primeras víctimas de este delirante proyecto. ¿Quién no puede ser objeto de denuncias por trato humillante o por sentirse ofendido, simplemente por exponer cánones de moralidad y modelos sociales (de familia, por ejemplo) con criterios de jerarquía, que se aparten de los cánones que se pretenden imponer? Sólo será compatible con esta ley una educación basada en el multiculturalismo y en el relativismo. El profesor que quiera defender criterios de moralidad, basados en las virtudes, podrá fácilmente ser acusado de hacer planteamientos discriminatorios para «grupos minoritarios» y los poderosos lobbies se ensañarán con él por inculcar doctrinas perniciosas y antisociales a los menores. El sometimiento de los colegios y profesores será objetivo preferente de esta estrategia.
La ley de «igualdad de trato» es, en mi opinión, la mayor amenaza a la libertad que se cierne ante nosotros. Tenemos la obligación de desenmascararla, de desnudar su ropaje engañoso, de hacer ver sus intenciones y sus nefastas consecuencias para nuestra sociedad. Habrá que evitar que este Gobierno, ya en fase agónica, consume este propósito liberticida. Y, si lo lograra, el Partido Popular debe adquirir el firme compromiso de derogarla entre sus primeros actos.