Siempre he tenido claro que mi vocación en la vida era la maternidad, y como muchos, pensaba cómo sería mi familia. Me imaginaba casada y rodeada de unos cuantos niños, soy la pequeña de 8 hermanos, y no concebía no tener yo también una familia numerosa.
Sin embargo, jamás me planteé que la discapacidad pudiera formar parte de mi proyecto familiar, jamás imaginé que mis hijos tuvieran Síndrome de Down.
Cuando Mariana, mi primera hija, nació hace casi 5 años dándonos la sorpresa de tener trisomía 21 los miedos nos asaltaron, ni mi marido ni yo habíamos tratado anteriormente con personas con Síndrome de Down, y no sabíamos en qué manera esto iba a condicionar la vida de nuestra hija, y en consecuencia la nuestra. Sin embargo, en el momento que la pediatra nos dijo que Mariana debía de quedarse ingresada unos días para comprobar que no tenía ninguna cardiopatía, u otra enfermedad que normalmente están asociadas, el Síndrome de Down pasó a un segundo plano, sólo queríamos que nuestra hija estuviese sana y poder llevarla con nosotros.
Lógicamente nos pasamos los primeros días (o mas bien semanas) investigando sobre la Trisomía 21, la pediatra que atendió a Mariana nos ayudó mucho a sosegarnos gracias a la forma en la que nos comunicó el diagnóstico, y hablándonos de las bondades que suele conllevar ser portador de un cromosoma extra, y así, pudimos disfrutar de nuestra hija desde el primer momento. Siempre apoyados por nuestras familias y amigos, que recibieron a Mariana de la mejor manera.
Apenas dos años después nacía Jaime. Rubio, redondo, guapo y reclamando su parte de protagonismo en nuestra historia. Nada más verle la cara por primera vez supe que él también tenía Síndrome de Down. Su embarazo fue muy bueno, todos los marcadores dentro de las medidas estándares, quiso guardar su secreto hasta el final.
En este caso el miedo a lo desconocido no lo sentimos, Mariana nos había demostrado que venciendo ese miedo y conociendo de cerca el Síndrome de Down, la felicidad era máxima, sin embargo, no podía dejar de pensar en si Jaime estaría igual de sano… No tardaron en confirmarnos que así era, y enseguida nos lo llevamos del hospital.
Recuerdo ese reencuentro de los cuatro, ya que mi marido no pudo acompañarme en el parto por estar en el extranjero, como el momento mas tierno y dulce de mi vida, pese a ser conscientes de que nuestra paternidad requeriría un extra de esfuerzo y entrega.
Pero de eso se trata, de ser padres para seguir creciendo en amor, para volvernos más humildes con las lecciones diarias que ellos nos dan, para aprender mientras les enseñamos.
Unos meses después, cuando nuestra vida me parecía perfecta, incluso, aunque suene extraño, idílica, una bofetada de la vida nos enseño lo que realmente es el miedo.
A Jaime le diagnosticaron Síndrome de West, un tipo epilepsia infantil que puede tener graves consecuencias, y con la que vimos a nuestro bebé llorar de sufrimiento… Pero hoy tenemos la inmensa suerte de poder decir que Jaime se curó, y que no tiene secuelas de ningún tipo.
Y mientras escribo todo esto, mientras me emociono pensando en lo que hemos vivido mi marido y yo en estos 5 años, pienso en la importancia que tiene el saberse querido y apoyado en los momentos difíciles que conlleva la maternidad por la persona que te ha hecho llegar hasta ahí.
Porque las madres sin los padres no somos. Y yo, sin mi marido, no tendría la familia tan maravillosa que formamos.