No tengo leídos ni el proyecto de Gallardón ni la ‘ley Aído’ sobre “salud sexual y reproductiva” (que se diría en manada de la Dirección General de Ganadería). Dicho sea sin orgullo, y sólo con ánimo de acotar el espacio de reflexión. No se trata de comparar estos textos legales para decantarse por el bueno frente al malo, o por el menos malo frente al peor. La reflexión se sitúa en un nivel previo a cualquier legislación de plazos o de supuestos, y queda perfectamente delimitada con la reivindicación feminista del derecho al aborto, y de la propiedad del cuerpo como fuente de ese derecho, pretendidamente incuestionable. Eso y sólo eso es lo que precisamente se pone aquí en cuestión.
“Nosotras parimos, nosotras decidimos”. ¿Desde cuándo un eslogan tiene valor de argumento? Vayamos por partes, como recomienda Descartes. Si la decisión de no parir presupone la de no quedarse embarazada, adelante; luz verde a una vida sexual no reproductiva. Con el embarazo no es que la cosa se complique; es que la cosa es ya otra cosa. La propiedad del cuerpo como territorio exento, al margen de la ley de la ética, apunta al mito de una naturaleza virgen de la que el cuerpo sería el último reducto. Contradicción “in terminis”, puesto que la propiedad es una noción jurídica que envuelve la cosa poseída en un tejido de derecho y deberes (soy propietario de mi coche y por eso precisamente me crujen a multas). Claro que la complejidad de lo real, en el país de Tontilandia, se simplifica alegremente con un chaleco violeta y el chacachá del tren.
“Les arrebatan el derecho a decidir entre deshacer una mórula o tomar la decisión de que se desarrolle”, denuncia Carmen Gómez Ojea en una de sus “mezclillas”. En el futuro inmediato que nos preparan, los ciudadanos serán mórulas supervivientes por que les habrán permitido graciosamente las gestantes (qué majas) que se desarrollen. “Esta si, esta no, esta… tampoco”. Cómo quien limpia lentejas. También el emperador tenía derecho de vida o muerte sobre el gladiador caído. Un gladiador abulta más que una mórula, pero la proporción entre una y otra viene a ser la misma que entre el circo y el útero; y en las gradas, un público “progresista” jaleando, no vaya a ser que el emperador o la gestante duden de su derecho letal. La Ilustración secularizó valores cristianos (libertad, igualdad, fraternidad). La ideología que fleta el Tren de la Libertad’ promueve un retorno a contravalores paganos, ajenos a la tradición judeocristiana y a la racionalidad helénica. Están en su derecho, pero es bueno saberlo.
La ética es un límite inmaterial a la fuerza física; la distinción y la distancia (hiato) entre el poder real y el poder moral; para decirlo con Kant, entre el orden del ser y el orden del deber ser.
La conciencia de que no todo lo que puedo me está permitido. Hacer del aborto un derecho instaura el principio totalitario de un poder que, al eliminar el hiato ético, deviene irrestricto: puedo, luego me está permitido. La ideología abortista contamina sin remedio las fuentes del humanismo, pues si se niega el valor absoluto de lo humano en la fuente de la vida, ¿qué sentido tendrá buscarlo aguas abajo? ¿Augura algo bueno la siniestra farsa triunfal con que se manifiesta en todas partes esta derrota de la razón?
La razones, sin embargo, están al alcance de la mano. Empezando por el principio de proporcionalidad en el uso de la violencia. Privar de la vida es la violencia suprema que sólo es lícito de aplicar frente a la amenaza suprema (legítima defensa). Al privar de la vida a la mórula, al embrión o al feto, el aborto infiere la suprema violencia al literalmente indefenso, al inocente: “in-nocens”, el que no daña. Si esa es la civilizaciones que viaja en el “Tren de la Libertad” ,me quedo en tierra. ¿De qué ríen esas alegres comadres a bordo del tren más triste que nunca haya partido de nuestros andenes? Un tren que atraviesa España para promocionar la muerte.
Ramón Alonso Nieda,
Profesor de filosofía.
El Comercio 08/02/2014