En su esencia la violencia llamada “de género” es un problema moral: cuando un ser humano acude a la violencia para relacionarse con otro, se hace patente que subyace a esa conducta un déficit de valoración de la dignidad humana del sujeto pasivo. Eso sucede en la violencia en la pareja, en el aborto, en la explotación laboral, en la prostitución, en el terrorismo, en la pedofilia, en la violación, etc. Alrededor de ese déficit moral puede haber muchas otras cosas: machismo, racismo, egoísmo supino, alcoholismo, patologías psiquiátricas, etc. Cuando se pretenden resolver estos problemas de conductas violentas atendiendo solo a estas últimas causas sin atender al problema moral de fondo normalmente se logran efectos muy limitados.
A muchos les sorprende que no disminuya la llamada violencia de género en nuestra sociedad y que
se incremente el número de casos entre los más jóvenes. A mí no me sorprende, pues junto a las siempre discutibles medidas estructurales y policiales arbitradas, en paralelo estamos ayudando a extender el relativismo moral entre nuestros jóvenes; se les está diciendo que nada es bueno o malo en sí mismo, que lo importante es la autosatisfacción y buscar el propio bienestar como sea, que las consideraciones morales son una estupidez de trasnochados, que cada uno debe crearse a su medida sus principios éticos pues en esta materia no hay nada objetivo ni permanente, que tienen derecho a obtener placer y conseguir satisfacer sus deseos como sea… Les enseñamos a reírse de la moral y luego nos sorprendemos de que sean inmorales. No parece muy consecuente.
Solo con leyes y políticas no se crea el humus moral de una sociedad capaz de erradicar la violencia. Para caminar de manera
sostenida hacia formas más humanas de convivencia hacen falta fuertes motivaciones éticas prejurídicas y prepolíticas, especialmente –por su eficacia transformadora de la conciencia- las de raíz religiosa, como hasta Habermas reconoció ante Ratzinger. A las leyes y políticas justas les corresponde reforzar ese sustrato moral previo que ellas no pueden crear por sí mismas.
Como escribío C.S. Lewis, si todos nos reímos de quien dice “esto es justo”, solo queda quien dice “yo quiero”. Es decir, si despreciamos la objetividad de la verdad moral sobre el hombre, solo queda el voluntarismo descarnado del poder individual o colectivo, el “yo quiero” como única regla de conducta. Así no acabaremos ni con la llamada “violencia de género” ni con ninguna otra forma de explotación.
Benigno Blanco
Presidente del Foro de la Familia