El recurso a los conocimientos científicos y técnicos para legislar resulta imprescindible en la mayoría de los casos, si no en todos. Como ejemplo podemos citar las normas relativas a la protección del medio ambiente, la fauna y la flora silvestres, cuya elaboración ha requerido la actuación de expertos en el ciclo biológico de las especies, su hábitat, sus relaciones con el ecosistema y su estado de conservación entre otros aspectos.
En el caso de la protección (o desprotección) del no-nacido podemos encontrarnos interesantes sorpresas. Algunos políticos y legisladores declaran que no se puede hablar de ser humano al referirse al feto, según ellos porque no hay base científica para tal hecho, si bien su generosidad les lleva a considerarlo como un ser vivo. El desconocimiento es tal que entre los ciudadanos está extendida la percepción de que un embrión no es un individuo biológico al menos hasta antes de sus doce semanas, según la creencia generalizada. Para ellos, el individuo biológico es un individuo terminado, completo, que no depende de la existencia de otro para poder sobrevivir, que no vive de forma parasitaria a costa de otro, incluso llegan a afirmar.
La adaptación y la habilidad que alcanzaron los primitivos mamíferos y otras especies vivíparas desarrollando los embriones dentro de uno de los congéneres, la madre, les sirvieron para progresar y perfeccionar sus capacidades frente a otras especies. Todo esto me lleva a recordar la Teoría de la Evolución de las Especies, muy controvertida en su época pero actualmente asumida por la comunidad científica, con sus variantes y mejoras evidentes.
Como todo el mundo sabe, en dicha teoría, sir Charles Darwin establece que la lenta transformación de los seres vivos antecesores hasta las especies actuales no es más que el éxito de los individuos mejor adaptados al ambiente y las situaciones cambiantes a las que se veían sometidos mediante la selección natural, tal como observó y trasladó desde la selección de las razas domésticas mediante la acción del hombre. Pues bien, en dicha obra podemos encontrar interesantes argumentos a favor del embrión, cuya importancia era vital para Darwin. De este modo, manifiesta que no hay diferencia entre éste y el adulto y que la adaptación del embrión o de la larva a sus condiciones de vida es exactamente tan perfecta y acabada como la del individuo adulto. Para ello, propone numerosos ejemplos para acreditar sus tesis, e incluso muestra algunos casos en los que la complejidad del adulto es menor respecto de la larva o embrión.
Si bien la teoría de la evolución de las especies es aclamada por su neutralidad y su carácter experimental, estos argumentos científicos mostrados por el naturalista inglés en relación al embrión son, sin embargo, soslayados precisamente por aquellos que se obstinan en presentar la inferioridad del feto para justificar el aborto desde el recurso científico. Podemos, interesadamente, obviar los conocimientos científicos para elaborar leyes de desprotección del no-nacido, y recurrir a aspectos sociales, éticos o de ideología del momento, que analizaremos en otra ocasión, para favorecer el derecho a decidir sobre otra vida.
No obstante, mucho antes de decidir lo que podemos juzgar como bueno o malo para todos, debemos al menos no mentirnos a nosotros mismos. Hasta ahora no hemos aprendido. Tampoco se trata evidentemente de condenar, sino de informar, y sobre todo conocer la verdad hasta sus límites, y no ocultarla.
Por el Dr. Francisco T. Arroyo Cordero.