El día 24 de agosto de 2012, se ha publicado en la agencia internacional de colaboraciones ZENIT, un artículo de Rafael Navarro Valls en el cual el autor afirma que a un jurista no hay que pedirle que carezca de convicciones, lo que se le pide es que, al desempeñar su cargo en un Tribunal, no anteponga sus ideas personales al respeto de las leyes, ni busque sus intereses por encima de los del bien común.
EL CASO DEL MAGISTRADO ESPAÑOL ANDRÉS OLLERO
El mes de agosto suele ser el de las «serpientes de verano». La escasez de noticias convierte en «première mondiale» sucesos curiosos o de poca entidad. Figúrense ustedes que la noticia estrella en este mes de agosto español –aparte de los lamentables incendios provocados- es la de una octogenaria que, llena de buena intención, pero nula técnica, ha intentado «reparar» por libre un cuadro de una Iglesia rural, transformándolo en un adefesio. La noticia lleva camino de convertirse en sainete mundial en el ciberespacio.
Algo de sainete –aunque con un trasfondo de drama judicial- tiene la noticia de que un magistrado del Tribunal Constitucional español acaba de ser encargado de elaborar la ponencia que conocerá del recurso de inconstitucionalidad presentado contra la ley de «Salud Sexual y Reproductiva y de la Interrupción Voluntaria del Embarazo», conocida por ley de aborto de plazos. El tema no tendría mayor importancia –un simple proceso de mecánica judicial- si no fuera porque el ponente es un prestigioso jurista español, conocido, entre otras muchas cosas, por algunos trabajos técnico/jurídicos reticentes con la figura jurídico/médica del aborto provocado.
«Santidad, deshaga las maletas»
Tal vez por la escasez de noticias, alguna prensa española –jaleada por el partido que elaboró la ley objeto de examen de constitucionalidad- ha puesto el grito en el cielo (nunca mejor dicho) exigiendo que el magistrado en cuestión renuncie al encargo recibido de sus compañeros de Tribunal. El motivo, aparte de sus escritos científicos sobre el tema del aborto, es su condición de miembro del Opus Dei, institución de la Iglesia Católica que, como cualquier otra organización de esa Iglesia, defiende el derecho fundamental a la vida, también la del no nacido.
El alboroto de algún sector de la prensa me recuerda algunos sucesos históricos de la carrera a la presidencia de Estados Unidos, a la que estos días asistimos. No me refiero a Obama y Romney, sino a dos católicos que aspiraron –uno con éxito- a la Casa Blanca: Al Smith y John F. Kennendy. Permítanme que me refiera a ellos, por la relación con el tema del magistrado español.
Como es sabido, el primero –durante cuatro mandatos Gobernador de Nueva York y católico- fue elegido candidato demócrata a la Presidencia en las elecciones de 1928. Un sector de sus adversarios comenzó una campaña –a la que se unió el Ku Klux Klan- poniendo en duda que un presidente católico pudiera armonizar su fe con los principios de libertad religiosa y separación Iglesia/Estado establecida en la Constitución. Prácticamente acusaron al candidato demócrata de preparar el terreno para que el papa se apoderara de América. Al Smith perdió las elecciones. La leyenda política narra jocosamente que el vencido envió al pontífice este escueto telegrama : «Santidad, deshaga las maletas».
Cuando empezó la campaña de Kennedy en 1960, el joven candidato no temía demasiado que su condición de católico se convirtiera en un problema intelectualmente relevante. Lo que temía –y en parte se confirmó- es que las manipulaciones de sus adversarios lo transformaran en lo que Schlesinger llamó «una ominosa corriente de rencor subterráneo», que lo asemejara a una especie de hooligan católico. Lo que podría llamarse la ofensiva del «macarthysmo religioso». Ganó las elecciones, a pesar de los recelos, y con su triunfo rompió una barrera que constituyó un enorme salto hacia adelante en materia de tolerancia religiosa.
La laicidad beata
Hoy, en la Cámara de Representantes de Estados Unidos hay más de 150 congresistas católicos; en el Senado, uno de cada cuatro. Y en el Tribunal Supremo (el equivalente al Constitucional español) de 9 magistrados, 6 son católicos. Ciertamente, en las sesiones (hearings) y los interrogatorios previos se pregunta de todo. Pero una vez confirmado por el Senado, jamás se le ha discutido a uno de los magistrados la atribución de una ponencia basándose en sus idea religiosas. Lo cual nos lleva de nuevo al caso del magistrado español.
Andrés Ollero –que así se llama el jurista de marras- fue elegido magistrado del TC español por los votos de una coalición circunstancial de los dos grandes Partidos españoles. Una confortable mayoría de doscientos sesenta miembros del Congreso de los Diputados. Anteriormente, se sometió –como los otros nominados- a un interrogatorio en la correspondiente Comisión del Congreso. Se le preguntó de todo y salió «indemne» del debate.
Resucitar ahora el tema, es un inútil ejercicio de guerra fría religiosa, una especie de «laicidad beata» llena de nerviosismo ante posiciones en la vida pública, cuya gran herejía ideológica consiste en alinearse en categorías jurídicas insertas en el código genético de Occidente. Una suerte de policía mental, cuyos agentes se dedican a una nueva caza de brujas, en la que la primera baja suele ser la libertad. En definitiva, una discutible intromisión en los trabajos internos de una institución que si tiene necesidad de algo es de sosiego para emitir imparcialmente sus sentencias.
La función de los jueces
Desde luego, éstas últimas no son traídas de París por pacíficas cigüeñas. Son «paridas» por personas de carne y hueso: con pasiones, convicciones y prejuicios. Entre otras cosas, porque los jueces son humanos, sus sentencias beben de estados de opinión que subyacen en las corrientes políticas y económicas de cada época. Es injusto e inútil intentar recluir en el Pantheon jurídico todas las convicciones conexas con el mundo de los valores, marcando con la sospecha a las personas (incluidas los jueces) que mantienen posiciones profundamente arraigadas. Con esta postura condenamos al exilio a todo un sector amplísimo de la clase judicial.
A un jurista no hay que pedirle que carezca de convicciones. Lo que se le pide es que, al desempeñar su cargo en un Tribunal, no anteponga sus ideas personales al respeto de las leyes, ni busque sus intereses por encima de los del bien común. Sería suicida poner en duda la cualificación de un creyente para el ejercicio de un puesto judicial. Si lo hacemos, tendríamos que recluir en el mismo apartheid a todos los otros magistrados de firmes convicciones ideológicas de signo contrario. Si un creyente fuese sospechoso de parcialidad, los restantes no creyentes o posicionados en posturas ideológicas opuestas serían sospechosos de quintacolumnistas. El desorden axiológico y jurídico sería descomunal.
Presunción de imparcialidad
El problema de un juez pertrechado de un bagage de convicciones, del signo que sean, es mantener jurídicamente operativas –en los casos que es llamado a juzgar- las que contribuyen al bien común y moderar las que no se ajustan al derecho aplicable. El dilema es que las interpretaciones posibles de un cuerpo legal son varias. Los juristas solemos decir que el Derecho sería muy aburrido si todos opináramos lo mismo. Lo cual no quiere decir, claro está, el posicionamiento en un limbo jurídico en que todo vale.
No hay que olvidar que los magistrados del Tribunal Constitucional nadan en aguas turbulentas y son requeridos por multitud de opiniones políticas, sociológicas, religiosas o ecológicas de tipos muy diversos. En medio de esa barahúnda no es raro que algunos traten de aislar al adversario con acusaciones que lo pongan en cuarentena; exiliarlo del campo de lo políticamente correcto, impidiéndole cualquier matización de las reglas del juego. Frente a estas muestras de intolerancia, la sociedad debe crear anticuerpos que garanticen el fair play. Especialmente en el marco jurídico de ese pequeño organismo con inmenso poder que es el Tribunal Constitucional.
Comentando esta cuestión, un agudo colega ha escrito: «El que solo se inquieta por la parcialidad de una parte es parcial por definición, por mucho que enarbole la bandera de la imparcialidad y jure que vive al lado del auditorio universal o de la comunidad ideal de hablantes». Coincido con él. El punto de partida del juego jurídico en que está embarcada la sociedad española necesariamente ha de ser la presunción de imparcialidad de los investidos de la función de juzgar. Salvo que los hechos demuestren lo contrario, en cuyo caso habría que replantearse el sistema de selección de los mismos. Pero esta es otra cuestión que desborda el caso concreto que comento.
Rafael Navarro Valls