Cada vez que un viajero se acerca a una ciudad, se convierte en su ciudadano. La ciudad es la vida porque en ella nacemos y en ella vivimos, en ella descubrimos las viviendas, los teatros, las escuelas, las plazas y las iglesias, pero también las cárceles, la pobreza y la marginación. La ciudad procura cubrir las necesidades básicas de sus vecinos: seguridad, alimentación, desplazamiento… Para ellos se construyen escuelas, con el fin de intentar poner en orden lo que somos y compartirlo con las nuevas generaciones.
Hubo varias respuestas. Cada habitante de la tierra, cada una de las siete mil millones de personas que habitamos el planeta, proyecta una ciudad a su propia medida. Hay, pues, millones de historias construidas en la ciudad. Una ciudad es una historia vivida, pero también es una herencia que se proyecta en el futuro y genera esperanza.
Cuando pensamos en la ciudad acude a nuestro imaginario todas sus calles, sus plazas, sus edificios, su tráfico… pero, muchas veces, olvidamos a las gentes que la habitan y la construyen, aquellas que dan vida a la ciudad real. Hay investigaciones sobre la idea o el concepto que tienen los vecinos sobre su ciudad. En una de ellas se invitaba a los transeúntes a dibujar un esquema de la plaza por la que estaban transitando. Para ello, el investigador facilitaba una hoja en blanco. Un grupo numeroso trazó las calles, el tráfico, la fuente central… Sin embargo, hubo otro grupo significativo que recogió, además, a las personas que circulaban por la zócalo; también alguno se garabateó a sí mismo.
Eso es. La ciudad no son sus edificios, sus calles, sus parques o sus coches; la ciudad es, en primer lugar, sus gentes, las personas que la habitan. De ahí que el nombre de la ciudad invisible, de la ciudad imaginada, podría ser “personalia”.
Y es que, como alguien comentó en el congreso, se ha comparado muchas veces a las ciudades y a las personas, símil nada despreciable. Ambas se alimentan, andan, sienten. Si la ciudad es la vida, la vida es la ciudad. La metáfora del ser humano como ciudad, hace que esta se convierta en “la piel de la historia”. Nuestra piel muda, las células se mueren y nacen nuevas. Además, así como las cicatrices dejan una huella imborrable en la piel, del mismo modo los hechos históricos dejan marca imperecedera en la ciudad que los ha vivido.
Yo añado algo más. Los principales contribuyentes de la ciudad no son los que pagan sus impuestos. Sin duda alguna hay un colaborador oculto que hace que la ciudad siga siendo ciudad, sin el cual la ciudad perdería su vida. ¿Qué sería una ciudad sin sus familias? La familia hace que la ciudad viva, crezca, se alimente, se cuide, se sane, madure, envejezca y muera para volver a nacer. La familia, y en especial la familia con muchos hijos, es la principal benefactora, creadora y constructora de las ciudades. Una ciudad sin familias, que no apoye a las familias y a las personas que deciden crear una familia, nunca será una ciudad creativa.
“Personalia”, “La piel de la historia” o “familiaria” podrían ser las otras formas de nombrar la ciudad.
Artículo de José Javier Rodríguez en Tribuna de Salamanca.