Querido Ministro, querido José Ignacio,
Va a hacer ya un año desde que te sentaste en el sillón de Ministro de Educación, un puesto apasionante —quizás el más apasionante de todos los puestos políticos de España— pero que también tiene algo de potro de tortura, y te lo digo por experiencia.
Tu probada inteligencia ya te habrá mostrado las enormes dificultades con que tropieza cualquier ministro de Educación de España que, como tú, quiera hacer algo para mejorar nuestro claramente ineficaz sistema educativo.
Pero el hecho de haber pasado, entre 1996 y 1999, casi 1.000 días en ese sillón y haber tenido que lidiar problemas parecidos a los que tú tienes ahora me mueve a hacerte algunas reflexiones que quizás puedan serte de utilidad. Por pequeña y tímida que sea, cualquier reforma en el sistema educativo actual va a suscitar siempre la oposición del bloque socialista-comunista y de los nacionalistas, que son los que, de común acuerdo, han diseñado el marco actual.
Les da igual que la práctica esté demostrando que nuestro sistema escolar es manifiestamente mejorable y que, después de 15 años de escolarización (ya es normal estar en la escuela desde los 3 hasta los 18 años), un altísimo porcentaje de nuestros alumnos no adquiere los mínimos conocimientos necesarios ni domina destrezas tan básicas como expresarse de palabra y por escrito con una mínima corrección.
Y les da igual porque ellos creen que la escuela está para modelar personalidades según sus ideologías: el igualitarismo, en el caso de socialistas y comunistas, y la exaltación de sus signos identitarios, en el de los nacionalistas.
Nosotros, los liberal-conservadores, creemos, por el contrario, que la escuela no está para servir a las ideologías, sino para instruir a los alumnos. Nuestros adversarios creen en el adoctrinamiento, nosotros en la libertad.
Ellos creen más en la educación (del latín e-ducare, conducir o llevar a los alumnos en una determinada dirección), nosotros, en la instrucción (del latín in-struere, construir por dentro su propia personalidad). Ellos quieren inocular ideología en los alumnos, nosotros queremos que los alumnos sean libres para elegir la ideología que quieran.
Y ahí está el problema, que tiene difícil solución, porque en la utilización de la educación como arma política les va a nuestros adversarios su supervivencia. Por eso, en medio del debate y del follón que suscita la nueva ley, tenemos que mantener nuestros principios esenciales. Uno, es que nosotros queremos instruir a los alumnos y no adoctrinarlos. Y el otro, mucho más importante, es la libertad. Si consiguiéramos que padres, profesores y centros educativos pudieran ejercer en plenitud su libertad, todos los problemas estarían resueltos, incluso los lingüísticos.
Hay que tener presente que el papel del Estado en materia educativa debe estar siempre subordinado a la voluntad de los padres, que son los responsables naturales de la educación de sus hijos. Los poderes públicos pueden y deben ayudar a los padres en esa trascendental misión, pero nunca sustituirlos. Y, en todo caso, no deben empeñarse en regularlo todo, desde los programas de las clases de corte y confección a las titulaciones de disc-jockey en los cursos de Formación Profesional.
Quizás el Estado podría limitarse a publicar los conocimientos básicos que los alumnos deben alcanzar en dos o tres niveles (por ejemplo, a los 8, a los 12 y a los 16 años), dejar libertad a los centros para organizarse académicamente, y permitir que los padres elijan libremente el centro que quieran para sus hijos.
Eso sí, para programar los exámenes en esos niveles, lo mismo que para determinar esos conocimientos básicos, estaría el Cuerpo de Inspectores, a la manera de los Inspectores Educativos de S.M. en Inglaterra.
Con unos programas claros y un buen Cuerpo de Inspección, cada colegio o instituto podría organizarse mejor, sin necesidad de la hiperregulación, cuajada de palabrería pseudopedagógica, de la que ha adolecido nuestro sistema educativo en las últimas décadas.
En fin, querido Ministro, espero que no tomes estas letras como una intromisión injustificada en tu ya de por sí difícil tarea. Pero creo que tenía que transmitirte algo de la experiencia que acumulé cuando estuve sentada en ese sillón que, con toda dignidad y saber, ahora ocupas tú.
Un fuerte abrazo,
Esperanza
Esperanza Aguirre,ppMadrid