Hablar de libertad conlleva desde el inicio la subjetividad derivada de la interpretación del propio término.
Desde el punto de vista puramente lingüístico, la RAE define el concepto como «facultad natural que tiene el hombre de obrar de una manera o de otra, y de no obrar, por lo que es responsable de sus actos», en su primera acepción. Pero incluso en este ámbito -el lingüístico- podría entenderse como «privilegio», tal y como recoge la sexta acepción.
Como también ocurre con los derechos individuales, la libertad es una de las dos caras de una misma moneda. Si la otra cara de la moneda de los primeros es la de las obligaciones, el reverso inseparable de la moneda de la libertad es la de la responsabilidad.
Una corriente mayoritaria de la sociedad actual exige derechos y rechaza obligaciones, lo mismo que exige libertad mientras entierra la responsabilidad. Es uno de tantos síntomas del diagnóstico de la infantilización general característica de la crisis de valores que atravesamos. Exigimos cosechar frutos sin haber sembrado nada.
A mayor formación (no confundir con información), mayor libertad. Asumir las consecuencias de los actos propios exige, necesariamente, conocer las posibles consecuencias de los actos propios. En este punto, el conocimiento heredado, ese del que tanto reniega el mal llamado «progresismo» de moda, resulta de vital importancia. La educación en el seno de la Familia, la lectura, el estudio, el conocimiento de la Historia, etcétera, ayudan y mucho a conocer las consecuencias de los actos. También la experiencia propia, por supuesto, a pesar de nuestra ilógica capacidad para tropezar las veces que haga falta con la misma piedra.
Si asumimos de forma general que lo contrario de la libertad es la esclavitud, cualquier ley que persiga la primera debería pasar por rescatar de la segunda a quienes la sufren. En el terreno sexual, por centrar el tiro, ¿quiénes son los esclavos?
Víctimas de la trata de personas para fines de explotación sexual, víctimas de adicciones que mantienen bien engrasadas determinadas maquinarias lucrativas para terceros, víctimas de abusos reales de índole no exclusivamente física, víctimas de la cosificación reduccionista (el cuerpo) de seres humanos… Y tantas otras esclavitudes que, dicho sea de paso, tienen su trampolín en la desregulada pornografía que ya impregna de suciedad las uñas de los españoles a partir de los ocho años. Y sin consentimiento, ya que el «sólo sí es sí» no aplica en el inintencionado primer acceso a la pornografía de nuestros menores.
De sobra es sabido, para quien aún sí trata de agarrarse al pensamiento crítico, que el Ministerio de Igualdad no hace honor ni a su nombre ni a cuestiones no ideológicas. Por ello, si la ley de libertades sexuales ayudase mínimamente a sacar de la esclavitud a las víctimas antes mencionadas, o a dotar de mecanismos efectivos para aumentar la formación y el conocimiento (de forma libre y plural, no institucional ni ideológica, se entiende) necesarios para aumentar la responsabilidad personal sobre la que se basa la libertad, sería una sorpresa notable, la cual celebraríamos.
Soñar es gratis. Sembrar no. Sigamos trabajando si queremos cosechar, sigamos recordando las obviedades más dinamitadas. Sigamos hablando bien de las cosas buenas.
Javier Rodríguez.
Director General del Foro de la Familia.