Es notable lo poco o nada que se ha tenido en cuenta a la familia en toda la gestión de la crisis del COVID’19. Hace unos años, se consiguió introducir en algunos aspectos de la actividad legislativa y en algunas leyes la perspectiva de familia, que no era otra cosa que la consideración de la especial fragilidad e indefensión de la familia ante normas que pudieran promulgarse y que les podían afectar negativamente. Era un gran paso adelante para conseguir que las familias no tuvieran que estar preocupadas en si esta o aquella ley podía perjudicarlas y así pudieran desarrollar su vida sin preocupaciones adicionales.
De un tiempo a esta parte, y mucho más marcadamente con la declaración del Estado de Alarma, todos estos logros, alcanzados con tanto esfuerzo, han desaparecido. La educación a distancia, los niños, los desplazamientos, el teletrabajo, la convivencia, la incertidumbre (trágica en tantísimos casos), los afectos, el paro, las relaciones con la familia extensa, la empresa familiar y tantos otros, han tenido un impacto directo en las familias sin que se haya aportado ninguna solución, ni siquiera aliento, para poder paliarlos. Es más, en muchos casos, como la incertidumbre, el paro o los fallecidos, los poderes públicos han agravado la situación de las familias que, otra vez, han quedado expuestas a los avatares sin protección alguna y sin, digámoslo así, el cariño y la sensibilidad que más necesitaban.
Son tiempos difíciles, es cierto, pero se están haciendo todavía más difíciles ante el desacierto y falta de consideración de nuestros gobernantes ante los problemas reales que acucian a las familias.
Todo parece indicar, la Historia lo dirá, que hemos tenido la peor crisis con la peor capacitación para resolverla. Nos costará mucho tiempo hasta que sus consecuencias sean solo un recuerdo. De momento, toda una generación, si no dos, va a vivir peor que sus padres, sus aspiraciones se verán truncadas y la desesperanza podrá imperar.
Como todo esto ya lo sabemos, toca hacer frente a tanto desastre desde este mismo instante. Lo primero, devolviendo la esperanza a nuestros jóvenes para hacerles ver que de todo esto se puede salir con tesón y sacrificio. Lo segundo, reforzando los lazos afectivos con nuestros mayores. Hemos visto su enorme fragilidad y el abandono culpable al que han sido sometidos. Y lo tercero, dándonos cuenta de que otra vez la familia será la que salve la situación, con un enorme precio, pero es un precio de amor.