Esta semana se cumplía el 30 aniversario de la Convención de los Derechos del Niño, y hemos podido comprobar de nuevo ese rancio y cansino empeño de muchos adultos por ideologizarlo todo, incluida la infancia.
Uno no tiene más que leer la prensa, ver los telediarios o echar un vistazo a las redes sociales para comprobar que el desconcierto es general. Va ganando fuerza esa corriente que desvincula a los niños de sus padres, de sus familias, como si se tratasen de personas vulnerables y desamparadas, solas en el mundo. Como si sus propias familias fuesen la fuente de dicha desprotección existencial, y los gobiernos tuviesen, qué remedio, que ocupar el lugar que a sus padres corresponde.
Esta promoción del desarraigo y el individualismo agotaría su recorrido con una sola generación que se la creyese, puesto que no habría hijos si no hubiese padres. Tenemos que volver, una vez más, a recordar que el faro se enciende para los barcos, no para las bicicletas. Que en España no hay pobreza infantil, sino pobreza familiar. Que la adopción no se crea para satisfacer los deseos de los adultos, sino para garantizar el derecho de los niños a tener un padre y una madre. Que no existe el derecho a acabar con la vida de los propios hijos, sino que son los hijos los que tienen derecho a nacer. Que la crianza (educación) de los niños no es un derecho de los gobiernos, sino una responsabilidad de los padres. Que el matrimonio no se defiende y regula porque el amor le interese al Estado, sino porque es el ambiente ecológico óptimo para el surgimiento de los hijos y la salvaguarda de su crecimiento y desarrollo en las mejores condiciones.
En resumen, la perogrullada de que no hay infancia posible sin padres (y de que no hay un desarrollo óptimo de los niños sin padres responsables) es el pilar fundamental que estas modas de pensamiento tratan de derribar. Pero construir en el aire tiene el problema de la gravedad, y así estamos, flotando entre sinsentidos ideológicos, alejados de los cimientos hechos con el hormigón de la razón de ser las cosas.
Los niños serán más felices en la medida en que sus familias sean más felices, en la medida en que sus familias sean más fuertes y estables, alegres, responsables, respetuosas y unidas. Esta afirmación, de tan lógica, ya pasa desapercibida. Pero vivimos en la época en la que hay que poner argumentos a lo que el sentido común daba por sentado.
Podemos entretenernos todo lo que queramos en discusiones sin fundamento, o podemos aprender a explicar con paciencia, respeto y argumentos que el faro se enciende para los barcos. Y si el barco es la infancia, el faro, necesariamente, es su familia.