Cada semana se nos anuncian nuevas leyes, bien nacional, bien autonómica, que compiten entre ellas por buscar culpables irrefutables, que sería todo aquel que discrepe de ellas, a la vez que tratan de amordazar a estos delincuentes y a sus simpatizantes o a los indecisos con amenazas de multa.
Decimos delincuentes, y no presuntos delincuentes, porque las leyes de nuevo cuño coinciden en arrinconar la presunción de inocencia como si fuese un trasto ajado e inútil. Es lo que tienen normas ideológicas, que buscan la imposición de visiones particulares a toda la sociedad y no admiten disidencias o reticencias.
Por supuesto, siempre se trata de medidas con grandes fines, como la no discriminación de un colectivo oprimido y minoritario –aunque para ello discrimine y se salten los derechos fundamentales de la mayoría, e incluso de parte de esa minoría que no comulgue al 100% con sus postulados-; la protección de la mujer frente al varón -si es al revés no se ha considerado-…
Lo preocupante, en realidad, es el fervor con que una parte de la sociedad recibe estos puntos de vista hechos ley y se apresta a señalar candidatos a la cárcel sin necesidad de juicio. En la época del «ya«, pararse a reflexionar es considerado una excentricidad, propia de personas con necesidad de llamar la atención, y no de individuos con criterio propio.
Y esto hace más importante que nunca que nos paremos a reflexionar, a analizar sin las gafas ideológicas lo que se nos ofrece y lo que hay detrás. Es lo mínimo que se nos puede exigir para ser ciudadanos. Se lo debemos a nuestras familias y a nuestros hijos si queremos dejarles un mundo mejor, o al menos un mundo libre.