Escribía Julián Marías sobre la “Razón vital: masculina y femenina” y sostenía que con la incorporación generalizada de la mujer a la cultura habrá «una iluminación decisiva de muchos problemas que hasta ahora se han resistido tenazmente, y que acaso cedieran a esta otra manera de razón». Tal vez sea este el caso de la original −y fecunda− mirada sobre la
educación de Simone Weil, pues afirmaba: «La formación de la facultad de atención es el objetivo verdadero y casi el único interés de los estudios». Con esta contundencia, exponía Weil la importancia de esta virtud. ¿Por qué?
Como es sabido, en un apretado resumen, el paradigma clásico subraya la necesidad de que la educación proporcione unos conocimientos que se consideran básicos, y que provea de unas tareas que contribuyan a fortalecer la voluntad de los alumnos y los capaciten para el trabajo intelectual; también se fue añadiendo el interés por las cuestiones afectivas, la necesidad de colaborar en la educación sentimental de los niños, pues no solo habría que prepararlos para desarrollar un trabajo futuro, sino, además, ayudarlos en su desarrollo emocional.
El planteamiento educativo de Simone Weil no ignora lo dicho arriba, pues lo comparte. Pero la diferencia radica en que pone en primer lugar otras dimensiones más decisivas −más espirituales− sin las cuales piensa que la formación del niño no llegaría a cuajar y fracasaría: «La voluntad, la que llegado el caso hace apretar los dientes y soportar el sufrimiento, (…) contrariamente a lo que de ordinario se piensa, apenas cumple ninguna función en el estudio. La inteligencia no puede ser movida más que por el deseo. Para que haya deseo, es preciso que haya placer y alegría».
Se trata de conectar el estudio con el luminoso universo de la vida espiritual, pues desde esta perspectiva, se abordará la educación como transmisión de un amor apasionado al mundo en que vivimos, también como deseo maravilloso de mejorarlo. Y de ese amor alegre se obtienen entonces las fuerzas para estudiar, para ser personas que sueñen con poseer una cultura fuerte para transformarlo. Así se infunde el deseo de poseer conocimientos: «la cultura como conquista del hombre, como aventura del pensamiento y la imaginación», así la soñaba también Ernesto Sábato. Lógicamente, ya estamos empleando un lenguaje espiritual que motiva e ilusiona; manejando un ideal que les suministra fuerzas para superar las dificultades –cansancio, esfuerzo, exámenes, etc.−.
«La inteligencia crece y proporciona sus frutos solamente en la alegría. La alegría de aprender es tan indispensable para el estudio como la respiración para el atleta. Allí donde está ausente, no hay estudiantes, tan solo pobres caricaturas de aprendices que al término del aprendizaje ni siquiera tendrán oficio», dictamina Weil. ¡Cuántos chicos y chicas que no obtienen buenas notas saben de memoria millones de datos sobre sus ídolos deportivos o sobre sus cantantes y canciones de moda, porque en eso sí ponen atención y se alegran cuando los escuchan! ¿No es esto, sin más, una confirmación de las tesis de Simone Weil?
¿Cómo lograr la atención? Realizando esfuerzos con el único objeto de hacernos más capaces de captar la verdad, aun cuando no produzca ningún fruto visible. Weil, para explicar esto, narraba un cuento esquimal: «El cuervo, que en la noche eterna no podía encontrar alimento, deseó la luz y la tierra se iluminó». Y concluía: «El deseo de luz produce luz». Se trata de educar el deseo. De formar hijos con unos grandes deseos de pureza, de piedad, de afán de aprender para mejorar la sociedad. Y con este fondo: la verdad, el bien y la belleza son insobornables. Entonces serán capaces de poseer la verdadera atención.
Afirma Pablo d´Ors que «cada vez hay más ruido, más dispersión, más incapacidad de concentración». ¿No habrá, también, mucha necesidad de silencio? Cuánta sabiduría en la sentencia de J. F. Moratiel: «Queda el silencio, se eterniza el amor».