Hemos pasado las Navidades, sobre todo a partir de Año Nuevo, sobrecogidos por nuevos casos de violencia, violencia contra la mujer y violencia sexual. Por supuesto, además de los casos, han sobrevenido debates políticos y mediáticos sobre la culpabilidad del hombre y la necesidad de leyes que defiendan a la mujer. Así en general.
Sin embargo nadie quiere mirar el dónde radica el origen de esta lacra. Por un lado, el feminismo radical -sí, muchos hombres también jalean sus consignas- pretende criminalizar al varón por el mero hecho de serlo, y, de paso, se pone a la familia en cuarentena como institución opresora y maltratadora. Hay otra corriente que apuesta por la prisión permanente revisable como la solución para este drama. Una medida punitiva y con una carga importante de confianza en su carácter disuasorio.
Ambas corrientes, cada una desde un prisma distinto, se enfocan en la manera más óptima de poner parches a las consecuencias de un problema más profundo en nuestra sociedad. Tratar los síntomas, la violencia, las violaciones, los asesinatos, será un tratamiento ‘ibuprofeno’, necesario, pero no suficiente. Para solucionarlo, se necesita ahondar más, analizar y reflexionar sobre la sociedad moderna.
Vivimos en un cóctel explosivo. Una sociedad del «yo», del «tengo derecho» y del «ahora». Tres conceptos que dejan al «tú», al otro, fuera. Si se le suma una hipersexualización absoluta (no olvidemos que España es el quinto consumidor de pornografía), obtenemos personas con un concepto de que las personas están en función de mi propio placer. Se reduce al otro a un objeto. Como tal, se le desecha si ya no proporciona el placer que consideramos adecuado. Fruto de esta percepción, la frustración aparece cuando no se obtiene aquello que se quiere, aquello a lo que se cree que se tiene derecho, y con la inmediatez acostumbrada. Frustración que a menudo se paga con violencia, por jóvenes .
Sociedad hipersexualizada
La única respuesta posible a esto pasa por la Familia. Por el hogar. Por padres que puedan pasar tiempo en casa, educando a sus hijos, no aislados con sus tablets, teléfonos o series. Necesitamos que la conciliación no sea sólo llegar a casa, sino una implicación plena por parte de los padres en la formación de sus hijos. Que no quede exclusivamente en manos de abuelos, cuidadores o profesores. Que se enseñe a los pequeños que no todo es ya, que no todo es bueno, y que nuestra voluntad no es ley. Que no hay derecho sin responsabilidad asociada. Que «nuestros derechos acaban donde empiezan los de los demás». Enseñar valores como el respeto, el compromiso… que tan lejos y tediosos se presentan hoy en día.
Sin embargo, desde muchas administraciones públicas y movimientos autoproclamados liberadores consideran que la solución está en educación sexual en las escuelas por encima de los padres. Pretenden apagar el fuego con gasolina. Programas donde se quiere hacer dudar a los niños sobre su sexo, o se les incita a la masturbación con el pretexto de autoconocerse, de «aprender a buscar su placer sólo, con una o varias personas» -extracto del programa de las Islas Baleares-... Es decir, enseñemos a los niños a conseguir su placer y las fórmulas para evitar embarazos no deseados -aunque siempre les queda el aborto como derecho- o enfermedades de transmisión sexual. Todo esto, desde la más tierna infancia.
Debemos pararnos y reflexionar. Y decir basta. No con pancartas, con manifestaciones o hastags ingeniosos. Cada día, en nuestras casas, cada uno (y cada una).