No es nada nuevo que, en la actualidad, defender una convicción que no sea compartida por la mayoría de las corrientes de pensamiento -relativismo, individualismo, voluntarismo, etc.- lleve implícita la adjudicación de la etiqueta de “ultra” seguido de lo que sea, independientemente de que esa convicción tenga su base en un razonamiento lógico y sólido o no.
Ese “lo que sea” que sigue al prefijo “ultra” puede ser distinto en función de la naturaleza de la convicción. Por ejemplo, si lo que se defiende es la libertad religiosa, la laicidad frente al laicismo, lo más probable es que la etiqueta sea “ultracatólico”. Si lo que se defiende es una protección específica de la institución matrimonial entre mujer y hombre por el bien que aporta a la sociedad en cuanto al surgimiento y crianza de nuevas vidas, o la libertad de educación que respete el derecho y responsabilidad de los padres consistente en educar a sus hijos conforme a sus creencias o valores, la etiqueta asignada suele ser la de “ultraconservador”. Y así con muchos más ejemplos donde la caricaturización de una postura no mayoritaria se efectúa mediante la invención de adjetivos estigmatizadores.
Siempre ha sido parecido, en todas las sociedades a lo largo de la Historia. Siempre hay una masa acrítica que sigue las corrientes dominantes, normalmente sin dedicar demasiado tiempo a profundizar en por qué se afirma lo que se defiende, sino que se adhiere a ello en función del “grupo” que lo impulsa, en una suerte de sentimiento de pertenencia a una identidad colectiva.
Del mismo modo, siempre hay una minoría que sí profundiza en las cuestiones, que dedica tiempo a pensar de forma crítica en las últimas razones y argumentos que sustentan las distintas posturas y afirmaciones, provengan de donde provengan. Y son estas personas que piensan y razonan antes de adherirse -o no- a cualquier corriente las que resultan incómodas para quienes están interesados en mantener una masa social acrítica.
Son los inconvenientes propios de cualquier compromiso, en este caso el del compromiso con los propios valores, con las propias ideas y convicciones. Quien asume un compromiso sabe de antemano que habrá momentos difíciles, en los que se pondrá a prueba la palabra dada, en los que se presentarán circunstancias en las que el sentimiento sugiera abandonar. Por eso uno se compromete con aquello que realmente considera que merece la pena, y no con trivialidades. Con aquello que considere lo suficientemente importante como para superar, en su momento, los inconvenientes que se deriven por mantener dicho compromiso. Superar la propia comodidad por un bien mayor, ajeno a nuestras apetencias.
¿Son la Familia, la Vida y la Libertad susceptibles de una defensa convencida, a la luz de razonamientos lógicos? ¿Merece la pena afrontar las dificultades que se presenten por mantenerse firme en esas convicciones? Son preguntas que cada uno habrá de hacerse, que exigen, como todo compromiso, un tiempo de análisis crítico, sereno y profundo.
Siempre es buen momento para pensar más, y siempre es buen momento para renovar nuestros compromisos. El Foro de la Familia no es una excepción. Son tan contundentes las razones que nos llevan a defender nuestras causas que ninguna etiqueta será impedimento para abandonarlas.
Sigamos hablando bien de las cosas buenas.
Javier Rodríguez
Director general del Foro de la Familia