En ocasiones los conciertos educativos se contemplan a través de un prisma traslúcido que difumina su verdadero significado. No es extraño oír que son un generoso traslado del dinero de todos en favor de unos colegios privados para el beneficio de unos pocos. Otras veces se considera que estos centros, por el hecho de recibir estos fondos, se convierten en una prolongación de la Administración pública, a merced de la cual deben quedar.
Sin embargo, el sentido que adquiere la financiación de los centros privados en nuestro sistema constitucional y legal es otro bien distinto, y conviene tenerlo en cuenta para evitar equívocos.
Para abordar esta cuestión es necesario sentar algunas premisas básicas. En primer lugar, el artículo 27 de la Constitución reconoce tanto el derecho a la educación como la libertad de enseñanza. Aquél significa que toda persona debe tener reconocido un puesto en un centro de enseñanza. Para asegurarlo, los poderes públicos podrán crear una red de centros docentes que serán gratuitos. La libertad de enseñanza, por su parte, garantiza que cualquier otro agente social pueda establecer y dirigir un centro educativo y, además, dotarlo de un ideario o carácter propio (artículo 115 de la LOE). De este modo, se amplía la oferta educativa, de tal manera que los padres podrán elegir entre diferentes modelos de enseñanza a la hora de elegir la educación de sus hijos. Se entiende que, como titulares en un régimen de igualdad de este derecho de elección, deberían estar en condiciones de realizar sus opciones educativas sin más obstáculos ni privilegios que otros. Una de las dificultades que pueden surgir es, precisamente, de índole económica. En efecto, quien desea matricular a su hijo en un centro público lo podrá hacer gratis, mientras que la elección de un centro privado no será tal. Por eso, para evitar que los condicionamientos económicos impidan la igualdad de oportunidades a la hora de elegir, la misma Constitución prevé en el artículo 27.9 que “los poderes públicos ayudarán a los centros docentes que reúnan los requisitos que la ley establezca”, además de concretar en el artículo 27.4 que la “enseñanza básica es obligatoria y gratuita”.
El sistema elegido para asegurar el régimen de igualdad en la libre elección de centro es el concierto. Es un método importado de Francia, que se estableció con la Ley Debré de 1959. Debe tenerse en cuenta, en primer lugar, que el concierto tiene una naturaleza contractual. No se trata de una subvención, ni de un otorgamiento gratuito de dinero de la Administración al titular del centro. Antes bien, del concierto –por ser contrato- surgen derechos y obligaciones para ambas partes: la Administración traslada ese dinero al centro, y el centro debe ofrecer la enseñanza de forma gratuita, además de aceptar un sistema de funcionamiento determinado por la ley. Es verdad que la configuración que deben adoptar les aproxima, en algunos aspectos, a los centros públicos. Así sucede, por ejemplo, con la estructura de los órganos de gobierno, o el sistema de admisión de alumnos. Sin embargo, esto no significa que el centro pase a ser público, o que dependa de la Administración más allá de lo debido. Cada parte ha de cumplir con las obligaciones que asume al realizar este contrato, pero no puede exigir más de lo que corresponde. El centro no se convierte en un servicio público –por mucho que la educación sea una actividad de interés público o general-. Su titular debe ser quien siga dirigiéndolo, y su ideario o carácter propio no se puede encontrar debilitado por el hecho de estar concertado. La pervivencia de este carácter es esencial para que la pluralidad de oferta educativa sea real y, por tanto, esté garantizada la libertad de enseñanza. Sólo así el centro podrá hacer una oferta singular y verdadera –y no ficticia-, y se podrán satisfacer las expectativas de los padres en el momento de elegir ese modelo educativo.
En definitiva, estos contratos entre Administración pública y centros privados no tienen más objeto que facilitar –en un régimen de libertad- los derechos de unos centros que siguen siendo de titularidad privada, así como permitir a los profesores desarrollar sus funciones dentro de un proyecto con el que se sienten identificados, y garantizar el derecho de los padres a elegir la educación de sus hijos sin unos obstáculos económicos mayores que los que eligen –también legítimamente- otros modelos de enseñanza.
Alejandro González-Varas, Profesor Titular de Universidad. Facultad de Derecho. Universidad de Zaragoza.