La vida humana está en constante desarrollo, desde el momento de la concepción hasta la muerte. Somos seres históricos, es decir, que nos desarrollamos a lo largo del tiempo. Por eso defendemos la vida humana sin excepciones, sin discriminaciones en función de la etapa de desarrollo de la misma, como sucede con el aborto.
Este desarrollo no afecta simplemente a nuestro organismo, sino también a lo inmaterial. Así, podemos desarrollar nuestro intelecto, nuestra capacidad de amar y de sufrir (dos caras de la misma moneda, que se desarrollan necesariamente en paralelo) e incluso nuestra conciencia.
Vivimos en una sociedad más emocional que racional. No es una crítica, es una realidad. “Llegar al corazón” es el requisito que cualquier experto en marketing recomendará a la hora de vender un producto o una idea. Incluso una campaña electoral. Los sentimientos, por encima de los argumentos. Las experiencias, por encima de las evidencias. El nudo en la garganta, por encima de cualquier razonamiento brillante.
De lo que se habla poco es de que ese corazón al que llegar también se desarrolla con nuestra voluntad. Y esto no es voluntarismo, más bien es herencia humanista. Tenemos la capacidad de educar nuestros sentidos. De elegir lo que consumimos y lo que descartamos. Y las circunstancias propias y del entorno juegan un papel clave en esto. Ejemplo: si educamos el gusto en la comida, descartaremos con más facilidad la comida “basura”. Y viceversa, si estamos acostumbrados a la comida basura, nos costará más valorar un buen plato.
Lo mismo ocurre con las emociones. Con lo que nos emociona y lo que no. Depende en gran medida de nuestro grado de desarrollo en este sentido. Así, por ejemplo, no reaccionará igual ante un abrazo sincero quien esté más conectado con lo humano que quien viva abstraído entre pantallas.
Uno de los grandes signos de esta sociedad emocional es el de hablar constantemente de derechos y demasiado poco de responsabilidades. “Dame lo mío, pero no me pidas nada”. El enfoque es pasivo a la hora de exigir derechos, mientras que es activo a la hora de asumir responsabilidades. Esto no quiere decir que no debamos reclamar, por justicia, que se respeten nuestros derechos siempre y cuando no estén siendo respetados. Pero sí quiere decir que no hemos de esperar a que otros hagan por nosotros lo que sólo a nosotros nos corresponde hacer. Los padres tenemos el derecho de educar a nuestros hijos, pero antes de ese derecho, tenemos la responsabilidad de hacerlo. Y para hacerlo bien, tenemos el deber de cultivar el buen gusto por las cosas buenas. Porque no podremos transmitir valores si no sabemos lo que son.
No podremos llegar al corazón de nadie sin llegar primero al nuestro. Inundémonos de lo que merece la pena, hasta el punto de que sea eso lo que nos emocione. Las cosas buenas están a nuestro alcance, para descubrirlas y darlas a conocer. No nos conformemos con la comida basura.
Javier Rodríguez
Director general del Foro de la Familia