“La lengua, que la hacen los hablantes, está en cambio continuo”. Así se expresa el editor del “Libro de estilo de la lengua española”, que, coordinado por Víctor García de la Concha vio la luz el pasado año 2018.
Eso sencillamente significa que los hablantes de un idioma somos soberanos a la hora de crearlo y utilizarlo, marcar su evolución y hacerlo servir de herramienta de comunicación. Pero, para esto último, sí que es necesario que “alguien” lo normativice, de alguna manera, de modo que sirva para comunicarnos lo más eficazmente posible.
¿Dónde quiero llegar? Pues a la siguiente conclusión: el lenguaje no se puede imponer desde el poder, político o económico, no puede obligarse a los hablantes a hablar de una manera y no de otra, a utilizar unas expresiones sí y otras no. Primero porque es algo imposible: los hablantes hablan como ellos deciden. Y, segundo, porque esa imposición es supone un flagrante atentado contra la libertad individual. Pero sí se debe intentar, enseñando y proponiendo, que se utilice la herramienta lingüística con corrección.
Hoy en día, sin embargo, estamos siendo espectadores de constantes intentos por parte del poder político de coartar lo que llamaré nuestra “libertad lingüística”, permítase la licencia poética. Este tipo de atentados a nuestra libertad individual se da, hoy en día, en dos ámbitos: con el denominado “lenguaje inclusivo” y con el fenómeno que se conoce como “corrección política”.
Por lo que respecta al primero de ellos, la Real Academia Española se ha cansado de repetir que ese tipo de expresiones desdobladas por género, son absolutamente incorrectas e inútiles, ya que los manuales o guías que preconizan este tipo de lenguaje han sido escritos sin la participación de los lingüistas.
Lo segundo es algo que viene condenando al destierro social, o al más puro ostracismo, a quienes osan emplear determinadas expresiones o traer a colación determinados temas de discusión, que la tiranía de lo políticamente correcto no considera oportunos. Valga de botón de muestra la proscripción de las palabras “hembra, preñar, parir” que señalaba Arturo Pérez Reverte en un reciente artículo.
Ambos fenómenos suponen un alarmante recorte de nuestra libertad de expresarnos como tengamos por conveniente, sin otro límite que los derechos de terceros.
La inutilidad del desdoblamiento de género es exasperante, e irreal: nadie habla así, a no ser algún político en algún discurso, y mayormente si lo lleva escrito. Pero, sin embargo, esta lamentable manera de expresarse, sobre todo por escrito, se extiende como la pólvora.
Anteayer recibí el siguiente correo-e de mi Asociación de Vecinos:
“Estimados socios y socias: Como ya os anunciamos anteriormente, del 26 al 30 de Junio celebraremos las Fiestas de Verano de 2019, a las que estáis todos (se les olvidó ‘y todas’) invitados e invitadas. Para los aficionados al Pádel, hemos organizado junto al Club de Pádel (…) ¿os animáis a participar?” A lo que, de inmediato protesté por el inadmisible olvido de las aficionadas al padel: “¿Hola. Una pregunta. Las aficionadas al pádel (por ejemplo, mi mujer) no pueden jugar en el torneo?”
Como advirtió el académico Ignacio Bosque, “si se aplicaran las directrices propuestas en estas guías [de lenguaje inclusivo] en sus términos más estrictos, no se podría hablar”.