Vacaciones para toda la familia. Todos juntos. Y la teoría nos la sabemos de memoria: es el momento perfecto para hablar con los hijos. Pero en la práctica… en la práctica los hijos, que hablan a borbotones con sus amigos a través de las redes sociales, guardan un sepulcral silencio con nosotros. Porque en la educación no hay recetas mágicas y aunque sepamos lo que tenemos que hacer, después no sale tan redondo como lo pintaban en el papel (quizá por eso nadie se ha atrevido todavía a escribir el manual de instrucciones de los hijos, ese que todos los padres soñamos con leer ávidos cuando nos dan a nuestras criaturas en el hospital para el resto de nuestras vidas).
Instrucciones no hay, pero trucos hay muchos. El primero es muy sencillo: ¿cómo conseguir el momento perfecto para hablar con los hijos? La respuesta es la esperada: no es posible conseguirlo. La cosa no va de momentos perfectos de esos que caben en una película americana con todos sentados alrededor de la mesa con un pavo asado en el centro y zanahorias y guisantes cocidos como acompañamiento (entre otras cosas porque nosotros no somos muy de pavo asado, y menos en verano). El momento perfecto no es el que generamos sino el que surge.
En una ocasión me dieron un excelente consejo que comparto: si estoy friendo croquetas y un hijo mío de pronto quiere hablar de algo realmente importante, es mejor que se quemen las croquetas. El verano está lleno de estos pequeños instantes que debemos aprovechar porque las ventanas de comunicación de los hijos son escasas, más aún en la adolescencia. Merece la pena esforzarse por atrapar esos momentos. Se parece mucho a esa máxima de los escritores de éxito que siempre recuerdan que la inspiración es importante pero más importante aún es que llegue mientras trabajamos, así que lo más importante es trabajar. En nuestro caso, estar ahí. Y en verano, estamos.
Cierto es que en las vacaciones la familia tiene la oportunidad de generar momentos de distensión que propician el encuentro. Y aquí tampoco hay manual de instrucciones, pero sí trucos. Por ejemplo, funciona muy bien la risa compartida. Podemos probar a recordar los grandes momentos estelares y cómicos de la familia. Mientras rompemos el hielo de la monotonía con historias divertidas, estamos generando recuerdos vinculantes sobre los que asentarán su sentimiento de pertenencia. Así, poquito a poco, irán saliendo retazos de vida escondidos en sus recuerdos que nos harán conocer mejor a nuestros hijos.
Al final, escuchar mucho e intervenir poco es la mejor manera de comprender a quienes tenemos a nuestro lado. Y para intervenir poco conviene que antes de arrancar las vacaciones los padres tengamos bien pensadas las batallas que estamos dispuestos a dar y esas otras en las que merece la pena mirar hacia otro lado. Cada familia conoce sus límites (horarios de salida, vestimenta…) y la clave está en que las normas sean pocas y sencillas para que la sensación de autonomía sea alta sin perder en ningún momento otra sensación igualmente importante: que les ponemos reglas de juego porque los queremos con todo nuestro corazón. Las reglas se establecen en frío (no en caliente en forma de castigo) y así saben a qué atenerse si las incumplen. En el resto, en verano, mejor que no haya muchos límites, para que así, en un clima de mucha más libertad que durante el curso, se animen más a compartir con nosotros lo que pasa por su corazón. Incluso, por supuesto, cuando freímos croquetas.
María Solano Altaba
Directora de la revista Hacer Familia
Decana de la Facultad de Humanidades y CC. Comunicación de la Universidad CEU San Pablo