La Enseñanza es un tema demasiado importante como para dejarlo solo en manos de los gobiernos de turno.
Lamentablemente, asistimos año tras año al grave deterioro de nuestra enseñanza. Fracaso escolar, alarmante disminución de la calidad de la enseñanza, frustración y desmotivación cada vez mayor del profesorado, son algunas de la lacras que padece nuestro sistema educativo.
Si profundizamos en el análisis de esta situación nos encontramos con una realidad incuestionable: el fracaso es mayor en general en los centro públicos que en los concertados y privados. Y no es una cuestión de recursos, porque recientes estudios fiables señalan que una plaza en la enseñanza pública le cuesta al Estado (es decir a todos los contribuyentes) más en términos generales que en la privada. ¿Dónde está la causa de esta diferente situación? Tal vez en las características de una y otra forma del servicio de educación.
Debido entre otras cosas a su propia idiosincrasia, el Estado en determinados campos ha sido históricamente peor gestor que la sociedad civil. Si a esto añadimos los principios dominantes en algunas corrientes de pensamiento estatalista, tales como el relativismo intelectual; el abandono del principio del esfuerzo personal como principal exigencia de todo sistema educativo, diluyendo la responsabilidad individual del estudiante en una responsabilidad colectiva, donde no existe ni premio ni sanción; la limitación de la necesaria autoridad del profesorado para poder cumplir sus funciones; la ambigüedad respecto del papel que los padres tienen en la educación de sus hijos, permitiendo tanto la intromisión en la labor de los profesores, como la repulsa del derecho de los padres a elegir la educación que desean para sus hijos, tendremos una explicación muy aproximada de la raíz del problema.
Todo Gobierno tiene como principal cometido el bienestar de los ciudadanos con una eficiente asignación de los recursos que ellos mismos le proporcionan, en aquellas prestaciones que se consideran prioritarias. Entre ellas la educación, que debe ser universal y de calidad. No hay ciudadanos “públicos” y ciudadanos “privados”, ni alumnos “públicos“o “privados”. Todos tenemos derecho a que el Estado, con nuestro dinero, atienda por igual la educación de nuestros hijos. El concierto ni es un privilegio ni debe ser tratado como una “graciosa” subvención sujeta al criterio del gobierno en cuestión.
El Gobierno tiene la obligación de asegurar que haya suficientes plazas escolares para cumplir el principio de universalidad. Con el dinero de los ciudadanos debe construir colegios de propiedad estatal, pero se puede y se debe conceder, cuando así convenga, su gestión a instituciones civiles de probada eficiencia, estableciendo un marco regulatorio de alcance nacional acordado de común acuerdo entre todos los partidos políticos y las instituciones ciudadanas implicadas en la enseñanza, como ocurre en otros campos y actividades cada vez en mayor número.
Si el modelo “concertado” de centro de enseñanza es más eficiente y cuesta menos, lo racional seria potenciarlo y ampliarlo en vez de cuestionarlo, limitarlo y asfixiarlo económicamente como ocurre en ocasiones, practicándose una competencia desleal cuando no una injerencia en los idearios de los centros que deben ser respetados por un Estado que es de todos y que a todos debe servir.
Artículo escrito por Juan Luis Ayas Correas para el Foro de la Familia.