Por María Torres, 25 años.
El otro día me producía una enorme sensación de coraje y pena escuchar que mi generación somos jóvenes en una cultura de aversión al riesgo. Decían que no queremos tener hijos por miedo, por falta de confianza en nosotros mismos y en el futuro. Y lo que más rabia me da, es que, en general, tienen razón.
Vale que las circunstancias laborales, políticas y sociales no sean las más adecuadas, pero nosotros nos hemos convertido en unos cobardes. No estamos dispuestos a sacrificarnos para formar una familia; nos hemos acomodado en la mediocridad, queremos alargar nuestra adolescencia para evitar el compromiso. Y no nos damos cuenta de que solo avanzamos hacia detrás, es decir, retrocedemos.
Se ha impuesto un lema: “Vive libre, no a las ataduras”. Y nos está destruyendo poco a poco. Nos está quitando algo tan humano como el deseo de comprometer nuestra vida junto a otra persona y tener hijos juntos.
Nos hemos quedado en lo banal, en el puro goce, y eso nos hace tener miedo a aquello que, como decía el Principito, tiene tanto valor: “Fue el tiempo que pasaste con tu rosa lo que la hace tan importante”.
Los jóvenes nos hemos acostumbrado a vivir con miedo: tenemos miedo a no encontrar un trabajo estable, miedo al compromiso, miedo a la responsabilidad, miedo al fracaso. Y lo que nos hace falta es una buena dosis de confianza en nosotros mismos. No podemos dejar que los tiempos nos coman, sino enfrentarnos a ellos. ¿Qué peores situaciones hay en el mundo que las guerras o el hambre? Nosotros no podemos permitirnos dejar la vida pasar.
Tenemos que coger el toro por los cuernos, y enfrentarnos a la realidad. No podemos quedarnos de brazos cruzados esperando que nos creamos suficientemente maduros, con mucho dinero o con la suficiente capacidad para darnos a una persona de manera indefinida. Tenemos que volver atrás, a cuando éramos niños, para percatarnos de qué es lo que de verdad importa (y no me creo que ninguno conteste que las cervezas que se tomó con los colegas o las salidas nocturnas de un fin de semana).
Claro está que nadie debería casarse o tener hijos por coacción o porque es lo que se espera de cada uno, pero jamás dejar de hacerlo por miedo. Somos personas y no borregos, así que tenemos que arriesgarnos, tenemos que decidirnos a ser adultos de verdad. No solo para ganar un sueldo y sentirnos satisfechos profesionalmente, sino para ir más allá. Tenemos que hablar entre nosotros de cosas más profundas, no quedarnos en la mera superficialidad y en el qué dirán.
No callemos ante esta mentalidad de que somos la prole insegura, la que no se atreve a luchar y a dejar de lado lo efímero. Demostremos con actos que valemos y que seremos nosotros los que hagamos una verdadera revolución social recuperando la cultura del esfuerzo, la del «no todo vale», la del compromiso, para dejar a las generaciones futuras una sociedad con unos valores como los que nos encontramos nosotros cuando éramos niños.