En la actual situación de obligatorio confinamiento muchos padres se me quejan de las constantes peleas sus hijos, de su mal comportamiento y del mal ambiente que ello genera en casa. Es cierto que tanto roce, tantas horas viéndose las caras los padres y sus hijos y los hermanos entre sí, acaban cansando y pasan una factura de, al menos, agotamiento psíquico, y también físico.
En mi familia de origen somos 8 hermanos, y yo, el 6º, tengo 13 años menos que la mayor, por lo que tuve mi primer sobrino muy jovencito, a los 11 años. Siempre me han fascinado los niños, y en aquella época disfrutaba muchísimo jugando con ellos.
Dos de los mayores, –los primeros que tuve- dos hermanos nacidos en apenas dos años, se agredieron de continuo con inusitada violencia, a veces despiadada, desde muy pequeños hasta casi ahora mismo (pasan de los 40…). Yo, que he presenciado muchas de aquellas fraternales pendencias, con profusión de coscorrones, mamporros, arañazos, llaves de lucha libre, de judo, patadas de taekwondo y golpes de todo tipo, me alarmaba mucho las primeras veces, pero poco a poco iba comprendiendo que aquello era una forma de amor.
Porque no he conocido nunca –ya tengo unos añitos- dos hermanos que se quieran tanto y que estén tan unidos, y cuya relación sea tan alegre y sana. Eran –y son- de una inteligencia viva, y de una elocuencia que enamora, todo lo cual, no me cabe duda, viene de su educación a golpes. Ninguno perdonaba al otro el menor desliz ni palabra que pudiera sonar a conato de desprecio, o de poco aprecio a algo expuesto, conseguido o deseado. Pero jamás toleraban que un tercero pusiera en entredicho al hermano, a cuyo rescate valeroso, y con razón o sin ella, acudían siempre, como si fueran legionarios que escucharan el grito de «A mí la Legión».
No es fácil
Mi tercera hija es una profesional del cuidado de niños, actividad cuyos rendimientos económicos los emplea para pagar una parte de sus estudios –muy pequeña- y permitirse caprichos. Y, como lo hace muy bien, está muy solicitada por los vecinos de nuestra urbanización de un moderno barrio madrileño y de muchas otras, pues su fama se extiende. Y en estos días, desde la «fase 0» no le falta trabajo. Cuida por las mañanas a niños con el objeto de que en la casa haya la mínima tranquilidad para que los papis puedan teletrabajar. Sin ella presente los niños lo ponen muy difícil, al requerir constante atención. Es el precio de la paz.
Pues bien, mi mensaje es positivo. En el pasado, los teóricos del aprendizaje sostenían que la frustración –estado de enojo que ocurre cuando se bloquea o se impide la consecución de metas- conduce a la agresión, pero la hipótesis frustración-agresión, que señala que toda agresión es consecuencia de una frustración es incorrecta. (Craig, 2001). La agresividad infantil tiene otras causas y se ejerce en muy distintos contextos. Hay que quitar dramatismo a la cuestión de las peleas de hermanos. Los padres debemos tratar de inmiscuirnos lo menos posible. Excepto que corra un serio e inminente peligro la integridad física de alguno, no debemos intervenir, puesto que deben ser los niños quienes resuelvan sus propios problemas. Eso les servirá de entrenamiento para su vida adulta. El padre, o la madre, que se inmiscuye con demasiada frecuencia en estas contiendas no consigue nada –más que llevarse un sofocón en el mejor de los casos-, no podrá jamás hacer justicia –porque no tiene suficientes datos de lo que ocurre, sino que lo más normal es que no tenga ni remota idea- y acabará provocando que los niños no sepan resolver por sí solos sus problemas, necesitando que papi o mami estén siempre presentes.
No es fácil, pero hay que intentar ejercer una especie de evasión o escapada virtual, haciéndose el loco (pero sin dejar de estar pendientes, mirando con el rabillo del ojo) y enviar a los niños un mensaje claro: «esto es problema vuestro y vosotros lo tenéis que arreglar».
Joaquín Polo
Máster en Familia