La tecnología 5G va a transformar nuestro entorno de una manera radical. La capacidad de conectar un enjambre de sensores repartidos por cada barrio de la ciudad, por nuestras casas e incluso por nuestros cuerpos, supone un salto enorme en la gestión de la vida cotidiana de todos los ciudadanos: se trata de la hiperconexión entre potentes ordenadores capaces de recoger un sinfín de datos para después analizarlos y resolver problemas de manera casi instantánea y sin la intervención del ser humano.
La ciudad inteligente, los coches autónomos, la actuación precisa e inmediata de los servicios de emergencia, monitorizar nuestra salud en tiempo real, la transformación de los servicios de seguridad, la domotización extrema de las viviendas… una serie de avances que seguro harán nuestra vida más confortable, cómoda y segura… pero tal vez a costa de la privacidad, la intimidad y, me temo, poniendo en peligro nuestras libertades y derechos fundamentales. Una nueva era que va a exigir que volvamos a construir sociedades en las que el respeto a las libertades y derechos se conjugue de forma adecuada con la seguridad, la inteligencia artificial y los Big Data.
No podremos afrontar este desafío sin detenernos por unos momentos para pensar en cómo hemos llegado hasta aquí. A veces, supongo que nos pasa a todos, la vida que llevamos es tan acelerada que apenas conseguimos adaptarnos a los cambios que suceden a nuestro alrededor, de manera que parece lejos la posibilidad de comprenderlos y controlarlos. Sin embargo, preparar nuestras democracias y nuestra realidad para el futuro exige que nos demos cuenta de las causas que han dado lugar a estos nuevos tiempos que nos invaden.
Por ese motivo escribí La Edad Virtual. Vivir, amar y trabajar en un mundo acelerado: porque con demasiada frecuencia cometemos errores al interpretar el mundo en el que vivimos.
El primero es pensar que existen dos entornos paralelos: la realidad física o material, y lo virtual. Es normal que pensemos así quienes hemos visto desarrollarse Internet ante nuestros ojos, es decir, los que conocimos un mundo sin redes sociales ni aplicaciones que hoy son prácticamente ubicuas. Lo cierto es que el mundo material o físico y el virtual se han imbricado de tal manera que ya son una unidad.
El segundo error es una consecuencia del anterior y es más importante. Pensamos que lo que ha cambiado nuestras vidas es el incremento desmesurado de la tecnología, pero no es cierto o, al menos, no exactamente. La tecnología es consecuencia de algo sucedió antes, aunque sin duda ella, aun siendo una consecuencia, ha ayudado a desarrollar, profundizar y acelerar el cambio de época al que estamos asistiendo.
Es algo similar, salvadas las distancias y matices incontables, a lo que supuso la llegada del gótico en Occidente. La construcción de las grandes catedrales, ubicadas en el centro de las nacientes ciudades, no trajo consigo una nueva manera de relacionarse con Dios, sino que vino a certificar y a impulsar un nuevo orden que ya se estaba imponiendo por doquier.
Para nosotros y para nuestros hijos en casa, en las calles, en el ocio y en el trabajo la utilización de aplicaciones y gadgets no sucede al margen de la realidad, sino que la afecta, la amplia y la altera, convirtiendo la circunstancia de cada uno en algo nuevo con lo que tenemos que bregar sin apenas preparación.
El auge de la tecnología es una respuesta a algo previo que ha cambiado nuestra cultura en las últimas décadas, especialmente desde finales de los años 60 y principios de los 70, cuando las grandes certezas sobre el sentido de la vida fueron sustituidas por el escepticismo propio de la posmodernidad.
Lo que ha sucedido es que por primera vez en la historia las nuevas generaciones están convencidas de que la vida no tiene sentido, de que el deseo de realidad que hay en nuestros corazones no tiene ninguna respuesta adecuada y de que, por lo tanto, llevarlo encima es una tragedia, constituye una carga de la que es necesario liberarnos. Insisto: no es que se dude sobre la eficacia del cristianismo, de
En consecuencia ha variado sustancialmente el “horizonte de la felicidad posible”. No hay interés por la construcción de un yo, de una historia, de una familia, de una vida en común que se espera responda al deseo del corazón. Si nada tiene sentido, parafraseando a Dostoievski, todo está permitido.
Los jóvenes y -seamos sinceros- cada vez más ll capitalismo, del comunismo o de cualquier otra gran propuesta de sentido. Esas dudas sobre cuál es el sentido de la vida han existido siempre y ha tenido que afrontarlas todo ser humano. La novedad es la aparición de una cierta seguridad subjetiva en que la vida no tiene sentido. Ninguno.os adultos, apostamos por la acumulación de experiencias. No es sólo cosa del hiperconsumismo: es que todos los aspectos de nuestra vida, también las relaciones personales y familiares, el sexo y la amistad, adoptan la forma propia del consumo, es decir, se convierten en impresiones pasajeras y no significativas.
Esta ansiedad por ampliar el panorama de la vida, sin profundizar en él por ninguna vía, nos ha llevado a crear un universo virtual que nos permite pasear por la superficie de la realidad y acumular emociones efímeras. Porque eso es todo lo que los posmodernos esperan de la vida.
A la vez nos damos cuenta de que esta vía provoca un inextirpable fondo de tristeza y desidia. ¿Podremos recuperar el anhelo de una vida plena, humana, libre, responsable y significativa? Este es el verdadero reto de nuestro tiempo.
Marcelo López Cambronero
Autor de La Edad Virtual. Amar, vivir y trabajar en un mundo acelerado