Que existen personas que se sienten identificadas con el sexo opuesto al propio es una realidad, y negarlo sería como negar que hay personas que sienten cualquier otra cosa. La percepción de la propia identidad es un tema demasiado relevante como para ser tratado tan a la ligera como tristemente estamos comprobando.
Pertenece a la esfera personal, dado que estamos hablando de sentimientos y de percepciones propias, del propio proceso de identificación y aceptación de la identidad. La prudencia, la familia, el respeto y, en su caso, los profesionales sanitarios de la rama específica son los agentes que deben regir y tratar este proceso. Desde luego, no lo han de ser los políticos, ni los lobbies de presión.
“Tengo derecho a ser llamado como yo me siento” puede sonar bien, sin embargo, “la ley ha de obligar coercitivamente a toda la sociedad a tratarme de manera acorde a mis propios sentimientos, imponiendo sanciones para quien no lo haga” no suena tan bien, y es exactamente la misma afirmación. No suena bien porque un ordenamiento jurídico que se sustenta sobre bases sentimentales, subjetivas por definición, es un ordenamiento jurídico arbitrario y confuso.
La parte objetiva de dicha cuestión, sobre la que sí se recogen preceptos concretos en la legislación, es la de la no discriminación. En el propio art.14 de la CE, se reconoce la diversidad por motivos de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social. En este “cualquier otra condición o circunstancia” caben todos los supuestos que se puedan imaginar, siendo infinita la lista: estado de salud, estatura, peso, incluso sentimientos y autopercepciones. Además, no sólo se reconoce tal diversidad, sino que se protege, prohibiendo cualquier tipo de discriminación, salvaguardando así la igualdad de todos los ciudadanos derivada de nuestra dignidad inviolable.
Por tanto, discriminar a una persona con motivo de su identificación o no con su sexo biológico es un atentado contra la dignidad de esa persona, el cual condenamos y condenaremos siempre. Como también condenamos y condenaremos siempre que se empleen a menores de edad para hacer campañas de presión política. Utilizar a los menores como medios para conseguir fines también es atentar contra su dignidad, pero quienes lo hacen saben las consecuencias de su actuación: silenciar a quien discrepe.
Sin embargo, cada vez estamos viendo más casos de menores de edad hablando en Parlamentos y Cumbres, como adalides de causas aparentemente loables, apelando a sentimientos y pidiendo acciones políticas. Llevar la contraria a un niño que muestra sus sentimientos en público es complicado, puesto que inmediatamente coloca al discrepante en una posición de rechazo social. No llevarle la contraria en estos supuestos, por el contrario, coloca a nuestro ordenamiento jurídico en una posición arbitraria a merced de las ideologías, y a la sociedad entera en la infantil posición de sustituir los argumentos racionales por los sentimientos, convertirlos en derechos y esparcir el miedo a expresarnos libremente.
Nosotros elegimos seguir hablando bien de las cosas buenas con razón razonada.
Javier Rodríguez
Director general Foro de la Familia