Días atrás leía en el blog de un joven poeta, Mac Gunner, lo siguiente: «Hablar de la eternidad del corazón sería llenarse de estrellas fugaces que no cumplen sus deseos». Y publicaba este verso: «Lloro por la infidelidad de la eternidad, / porque tengo los ojos llenos de momentos eternos / que siempre se acabarán». Este ejemplo refleja una idea que va impregnando nuestro imaginario colectivo: el amor envejece con el tiempo y, por ello, resulta ilusorio aspirar a un amor para toda la vida. Pero, a mi parecer, esta noción resulta falsa en muchos casos, y siempre desmotivadora, negativa, disgregadora. Y aún más: para el trascurso de una vida plena se necesita del amor perdurable.
Al comienzo del tercer tomo de sus memorias, Julián Marías hace referencia a «lo más grave, desolador y destructor de mi vida: la muerte de mi mujer, Lolita, mi proyecto vital de tantos años, lo que le había dado sentido». A partir de ese suceso, se da cuenta que «quería menos a todas las personas queridas»; y como filósofo hondo, encuentra la explicación: «quería con la mitad de mí mismo».
Esta confesión es toda una refutación de la idea del envejecimiento del amor, pues no solo es la causa del sentido de la vida, sino que la mitad de nuestra capacidad de querer dependerá de ese vínculo amoroso. Y también fuente de felicidad, pues la narración de los últimos meses de convivencia con su esposa aparece en sus memorias con el encabezamiento de «La gran delicia».
Algo parecido refiere el gran escritor húngaro Sándor Márai: «Escribía para L., todo era por ella. Ya no tengo a quien escribir». Lógicamente, este dolor por la pérdida de la persona querida hace muy visible la grandeza de la convivencia conyugal durante tantos años: «El matrimonio es misterioso: ya no la percibo como una mujer, sino como un miembro de mi propio cuerpo; formamos un solo ser. Hemos compartido sesenta y dos años, hubo momentos de amor y otros de enfados, todo lo que conlleva la convivencia, pero hasta ahora no he sabido hasta qué punto estábamos unidos».
Y, en el mismo sentido, Ernesto Sabato, tras reseñar en su libro Antes del fin que su mujer sufrió una larga y dura enfermedad, anota: «En sus años finales, cuando la he visto desolada por su enfermedad, es cuando más profundamente la quise (…). Yo solía apoyarme al lado de su puerta y, poniendo el oído, me quedaba así, escuchando».
El amor no es algo abstracto, sino concreto: unos lo pueden dejar secar y otros lo riegan hasta el final de la vida; dependerá de muchos factores, uno de ellos la propia idea que tengamos sobre la perdurabilidad del amor. En consecuencia, resulta decisivo no dar por sentado que el amor no dura hasta la muerte solo porque haya algunos −o muchos− que no lo consiguen. Y resulta fecunda la actitud de Unamuno, narrada con su estilo expresivo: «Luego está mi mujer, que por nada se acongoja, que guarda su niñez perdurable, que me alegra la casa y el corazón con su inalterable alegría, que es mi mayor sostén y el alba perfecta de mi vida. ¡Bendito el día en que me casé!».
Me parece capital realzar la idea del amor total, y tratar de que en nuestra vida se haga realidad. Por el contrario, se siembra de minas el camino del amor conyugal cuando ya se principia con una actitud desilusionada ante las dificultades que encierra conseguir que perdure con el paso del tiempo. «El mar no es menos bello a nuestros ojos porque sepamos que a veces los barcos zozobran», sentenciaba Simone Weil. También lo expone irónicamente Szymborska en su poema “Amor feliz”: «Que la gente que no conoce un amor feliz / afirme que no existe un amor feliz en ningún sitio. / Con esa creencia les será más llevadero vivir, y también morir».
Artículo escrito por Iván López Casanova, Cirujano General. Máster en Educación Familiar y en Bioética. Escritor: Pensadoras del siglo XX y El sillón de Pensar. ivancius@gmail.com