Hace una semanas escribíamos un editorial sobre la dignidad, otorgándole el papel de punto de encuentro entre las dos concepciones contrapuestas de entender la realidad: una desarraigada y focalizada en lo material e inmediato, otra basada en el humanismo de la Ley Natural y de la Razón.
Estos días en los que volvemos a presenciar el debate polarizado entre el “yo voy” y el “yo no voy” a la huelga feminista, creo que merece la pena recapacitar sobre el papel que ocupa la dignidad de la persona en la lucha de sexos con la que estamos siendo bombardeados sin piedad.
Hay realidades que no podemos negar, por evidentes, como el aumento de la violencia contra la mujer entre los jóvenes o el abrumador consumo de pornografía en España. Ciertamente aún hay focos donde actuar, por justicia, en materia sexual. Pero me temo que la obsesión ideológica de género impide a muchos analizar con objetividad estas cuestiones.
Nuestra civilización ha evolucionado durante siglos, deslegitimando actitudes y conductas impropias entre iguales, y poco a poco hemos ido llegando al reconocimiento de la igualdad de todos los seres humanos como derecho fundamental en todas las sociedades occidentales, independientemente de las características objetivas o subjetivas de cada persona. Por eso conviene recordar la base sobre la que se sustenta esta igualdad, su fundamento, su razón de ser. La dignidad.
La dignidad es inherente a cada vida humana, de valor infinito e incondicional en sí misma. Por eso no es moralmente aceptable atentar contra la persona –no confundir con discrepar de las opiniones de las personas-, ni arrogarse la potestad para calificar cualquier vida humana como digna o no (lo que implicaría aceptar que existen distintos grados de dignidad, en vez de otorgarle el valor absoluto que, de hecho, posee).
Es ese valor absoluto de la dignidad de la persona el que se respeta y se protege cuando se condena y prohíbe la esclavitud, cuando se condena y se supera la persecución religiosa o el exterminio judío, cuando se protegen y respetan los derechos y libertades de las mujeres al mismo nivel que los de los hombres, cuando se condena el odio hacia cualquier persona por el mero hecho de opinar como opine o de organizarse su vida en libertad como mejor le parezca (incluyendo sus preferencias sexuales).
El ser humano merece respeto siempre, sin excepción, por causa de la dignidad. Es un valor absoluto. Es objetivo. Es bueno. Pero nuestro entorno, lamentablemente, es en su mayoría reacio a verdades objetivas, fruto de la deriva relativista en la que estamos inmersos. Tal y como escribió C.S. Lewis: “cuando todos se ríen de quien dice es bueno, solo queda quien dice yo quiero”, y he ahí la incapacidad manifiesta de acercar posturas y construir, entre todas las mujeres y todos los hombres (todas las personas), una sociedad más justa, que no será otra que la que respete y proteja lo que es bueno, basándose en valores absolutos.
Javier Rodríguez
Director Foro de la Familia